El sol hace
chiribitas en las lomas de Virote. No hay cantos de alondras de amanecer ni
arrullo de tórtolas bajo calor sofocante de la siesta. El pasto seco cruje con
el peso de la bota que lo oprime contra el suelo. Cantan, hasta reventar, las
chicharras. Parece que es lo único que se mantiene con ganas de pelea.
Se alinean los olivos. Peinan el campo. El peso de la
aceituna dobla las ramas más tiernas. Se arraciman y se bajan hacia el suelo
como si la gracia divina bajase de lo más alto hasta la altura del hombre, como
si la mano de Dios se tendiese abierta para ofrecer ayuda.
Las aceitunas, a estas fechas de agosto, ya tienen cuerpo.
Llaman al caminante. Piden un rocío de agua fresca de tormenta de verano que no
haga daño, que no arroye pero que lave las hojas y les dé brillo a ellas antes
de encaminarse a la mesa o al molino. El sol y la luna de agosto - ¡qué cosas!
– ponen todo lo demás.
Miguel Hernández cantó a los olivos. Se preguntaba - memorable aquel ‘Andaluces
de Jaén’ - por quién levantó los olivos y halló la respuesta en la tierra
callada, el trabajo y el sudor, en la sangre y en la vida… del hombre.
Don Antonio Machado los veía cómo peinaban el campo entre
Baeza y Sierra Mágina, y la lechuza que bebía el aceite de Santa María, y
capachos y arrieros y aceitunas moradas y, eso sí, “entre los olivos, los
cortijos blancos”.
Para Federico García Lorca “el campo / de olivos” se abre y se cierra / como un abanico”; Fernando Villalón habla de:“los ejércitos nudosos / de olivos leñosos /
que suben de la pradera”.
Va más lejos Barbeito:“Cava un hoyo en la tierra, / planta un
olivo; / lo mirarás mañana / como a tu hijo. / Y al ver entre sus hojas/ flores
de esquilmo,/ y más tarde - cosecha - /
el fruto limpio, /sentirás que tu mano/ ha escrito un libro”. Amén.
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