Caía el sol a pedazos. En una de esas tardes en que Agosto
se ha despachado a gusto, sin miseria, desde la Asunción hasta su despedida, jóvenes bebidos apuraban las últimas gotas en
vaso de plástico de la feria que tocaba a fin; José Tomás abriría, un rato
después – el no lo sabía, aún – la puerta grande de La Malagueta y el Málaga era anfitrión de los
chicarrones del norte en La Rosaleda
Me viene a la mente aunque han pasado unos días. De hecho no
se me había ido: el viejo cruzaba por uno de esos entramados donde un puñado de
semáforos regula a los coches que vienen por el lateral, por el otro lateral,
de frente, por detrás… de no se sabe dónde, pero que si no existiesen estos
artilugios sería imposible, en ocasiones, salvar el pellejo.
El hombre era un viejo bajito y con barba blanca, pelo
canoso y sucio. Llevaba muchos días sin afeitarse. Andaba cansino,
parsimonioso; arrastraba los pies… La chaqueta le llegaba a medio muslo y el pantalón
pregonaba que era de varias tallas superiores; zapatos muy usados…
El hombre con la que estaba cayendo no iba a ninguna parte.
Era muy pronto para formar cola en las proximidades de los comedores de Caritas
y muy tarde para quien no tiene que ir a ningún sitio y, además, no lo esperaba
nadie.
Pensé que el hombre, ese hombre, pudo haber tenido algún día un hogar, y un sillón donde dar la
cabeza de la siesta y una mujer e hijos y unas caricias y un balcón por dónde
veía pasar muchachas tostadas por el sol playero… Pero, el hombre iba solo.
Tremendamente solo. Trágicamente solo.
Habla la televisión –
los sabelotodo de las tertulias – de los síndromes que acogotan a los que
vuelven al trabajo. Ya se hacen las maletas. Tiene otro color el agua azul de
la playa; la brisa no acaricia cuerpos esculturales que se despiden del sol de
la tarde ni se filtra con dedos sutiles
por entre el pelo aclarado con mechas y por el salitre… Pienso en el hombre, el
hombre solo y viejo…
No hay comentarios:
Publicar un comentario