Álora, desde el Cerro de Taibilla, a la luz de media mañana,
es un pespunte blanco de cal que se derrama y se asoma, como casi sin querer para ver cómo ha despertado el valle y cómo se
va el río camino de la mar.
Cierra el horizonte, recortado en el cielo azul, muy azul,
la mole del Monte Redondo con la ‘puerta de la iglesia’ marcada por la erosión
en la roca de arenisca; y el puerto que va al otro lado, o sea a la Sierra de
Aguas, a Montija, al arroyo de las Cañas y El Hacho.
Sin El Hacho Álora sería otra cosa. El Hacho es Álora como
el Pan de Azúcar a Río de Janerio, como el Gurugú a Melilla, como el Monte
Igueldo a San Sebastián, como el Tibidabo a Barcelona: todo y parte; esencia y
vida…
El castillo – parte del castillo - proa que rompe vientos y
tiempos se mantiene en pie. Ha sobrevivido gracias a la muerte. Parece una
paradoja; no lo es. Cementerio durante muchos años, encerró recuerdos, vidas,
sueños. Sus lienzos hablan de otros tiempos cuando las guerras de los unos
contra los otros. Como siempre.
El Cerro del Calvario se ha salvado a duras penas del mal
entendido progreso. Su cumbre compite con mastodontes de cemento que llegan
todo lo alto que pueden. Se corona con una ermita. Antaño hubo otra. Se la
llevo, una noche de tormenta, un rayo. Una nueva – cal, más cal, bendita cal –
dice de su presencia.
En medio, a modo de ‘uve’ se apiña el pueblo en la pincelada que se entredeja ver desde la distancia. No es una ‘uve’ de victoria. Es la ‘uve’
de la vida. La vida que bulle que lleva que trae que permite, como en los
versos de Juan Ramón, que el pueblo se haga nuevo cada año y, sin embargo, está
ahí, desde siempre, como esta mañana de luz con viento del norte y cielo
limpio, muy limpio y muy azul.
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