Los chopos no dejan de mover sus abanicos de hojas verdes. Están
ya la hojas maduras, como quien espera la llegada de otro tiempo. A media tarde,
un tintineo de hojas juega por las
cumbres altas de los árboles y saludan,
a modo de brisa fresca, a los que pasan por el camino.
Ese tintineo es el timbre que llama a las puertas del cielo
si es que el cielo tiene puertas. Es la música de los chopos en lo más alto de sus ramas. El viento de la tarde forma un silbo opaco
entre las cañas del río. Se golpean, se lamentan, se acarician entre ellas Se
mecen suavemente.
Es un bamboleo de
olas imperceptibles como las que levantan los delfines que suben por el Guadalquivir
cuando entran por Sanlúcar. Cabecean y, a medio camino, se arrepienten y
vuelven y vuelven.
Hay horas en que se echa el campo. No se mueve nada. No pasa
nada. ¿Dónde se meten a esa hora los pájaros? Todo está en calma. Antes, en la
hora de la siesta cuando más aprieta el sol, se levantan pequeños tornados.
Corren y forman espirales, a modo de conos veloces, alocados. Cruzan el campo.
Aparecen y se alejan y hacen bueno aquello de que se van con la velocidad del
viento.
En la lejanía zurea una tórtola. No hay pájaros en las ramas altas de los chopos. ¿Dónde están los pájaros? Parece que aquí sí
se reposa el viento y, en un un movimiento de dedos invisibles, hace una pasada por todas las teclas y nace
una sinfonía nueva.
Recuerdo los
versos del poeta. Los asumo. Los hago míos: “Voy por el viejo camino / donde
anida el pensamiento / y a la sombra de los chopos / repaso amores de niño”.
Y, entonces, es cuando se entornan los ojos y afloran los recuerdos, muchos
recuerdos, ¡tantos recuerdos…!
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