jueves, 2 de mayo de 2024

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. La paleta del campo

 

 

 

Foto. Felipe Aranda Ávila.


3 de mayo, viernes. Está ahíto el campo de florecillas. Han crecido en las cunetas, en los bordes de los caminos, en medio de los sembrados. ¿Quién no admira el rojo de las amapolas con nota propia en medio de un trigal?

Hay, también, otras flores. Se esparcen todo su olor e impregnan la pituitaria de viandante que cruza los campo o se tropieza con ellas. Son flores silvestres – salvo excepciones aquí no es el caso, como son los campos de lavandas – todas son esparcidas por la mano de Dios y cada primavera nos regalan olor y color.

La relación es grande. Obviamente no están todas. Sería casi imposible, pero a modo de echar un vistazo rápido se me vienen a la mano: el espliego (Lavanda angustifolia), ‘arbulina’ o ‘bolina’ (Genista hispanica), aulaga (Gesnista scorpius) retama (Retama sphaerocarpa), manzanilla, rabogato, cantueso (Lavandula stoechas), romero (Rosmarinus officinalis), tomillo (Thymus vulgaris), hinojos (Foeniculum vulgare), rabogato (Sideris angustifolia,… ,y una larga relación de plantas que tienen una triple función: alimento y habitat de animales, aporte de material para uso en cosmética, farmacopea y medicinal desde la antigüedad y, por último, como una fuente permanente de aromas, con mayor o menor intensidad, según las estaciones.

Son plantas que soportan bien la carencia de agua en los largos períodos de sequía y las altas temperaturas veraniegas hasta el punto que parecen agostarse y casi desaparecen para rebrotar al año siguiente.

Probablemente el manchón más grande de matorral mediterráneo que pervive en el término municipal de Álora, aunque con grandes dentelladas, a causa del urbanismo agresivo, se encuentra en las Lomillas. Es seguido de cerca por otros existentes en Las Angosturas y Romerales Altos, Cerros del Espartal y Taibilla, Monte del Cerro del Cura, entronque de los Cerrajones con Sierra de Aguas y Pozo Viejo con el Cerro de la Fiscala.

Parte de este matorral ha sido roturado por el hombre, desde los tiempos posteriores a la Reconquista, en el siglo XV, cuando tras la toma por parte de Castilla se repartió la tierra entre los nuevos pobladores, para reconvertirlo en tierras de labor que, cuando, con el paso de los años se abandonan, a causa de excesivos costes y bajos rendimientos, el bosque vuelve a ir recuperándolo, lenta, pero progresivamente, lo que en un principio fue suyo, como puede verse en los montes de Bombíchar y en algunos  de los Lagares.

 

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