viernes, 16 de diciembre de 2022

 

                                           



El que no se consuela es porque no quiere. Pedro era un hombre de mediana estatura. Seco de cara y de respuestas. Hablaba lo estrictamente necesario y si era posible, ni lo necesario. Es más, podría estar un día entero sin mediar palabra con nadie. A veces, cuando llegaba alguien a trabajar a su casa, con un movimiento de cabeza le indicaba el lugar donde estaba la chapulina. El otro por ser habitual sabía el sitio…

-         ¿Hoy?

-         La linde de la alberca…

No hacía falta más mensaje, ni más precisión, ni más ordenamiento. Sabía que, chapulina al hombro, su misión era desbrozar todo el lomo que circundaba la alberca por la parte de arriba y que la delimitaba del camino que subía hasta el monte.

La mujer de Pedro siempre vestía de negro. Se recogía el pelo por detrás con un rodete que se fijaba con ganchillos de un calibre superior a los ganchillos normales y que a modo de horquilla fijaba sobre su pelo.

Un día, María, que así se llamaba la mujer de Pedro, cuando terminaron de comer, naturalmente sin haber mediado ni una sola palabra, se dirigió a él y le dijo:

-         Pedro, hijo, de vez en cuando di algo…

-         ¡Pa qué!, constestó él en un alarde de derrochar palabras…

-         Pa ná, hijo, pa ná, respondió ella.

Pedro antes de irse para el campo solía pasar por bar. Llegaba muy temprano – porque era muy madrugador – cruzaba la puerta y se iba derecho al mostrador. No mediaba palabra. De un bolsillo del chaleco sacaba la moneda exacta con la que pagaba la consumición. La ponía, con un golpe seco, sobre el mostrador. El camarero le llenaba el calibre y de un solo trago, adentro. Se iba tal como había venido. Nunca se tomaba más de uno ni nunca se dirigió a los otros consumidores que a esa hora temprana estaban en el bar.

Pedro estuvo varios días sin aparecer. Aquella mañana, después del ritual diario, Pedro no fue al campo. Todos vieron que llevaba un ojo con un fuerte apósito fijado por esparadrapos…

-         Pedro, le preguntó uno ¿y eso?

-         ¡Eso! Se encogió de hombros, y salió.

Fue al banco. Al verlo entrar el empleado desde el otro lado del mostrador, le preguntó

-         Pedro ¿qué te ha pasado?

-         Na, que me han sacado un ojo…

No sabemos qué se dirían el día que llegó a la puerta del cielo lo dos homónimos…

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