Todo estaba en penumbra. Sobre una mesita baja de
madera que imitaba a antigua, en un
rincón, cerca de una ventana cerrada, una lámpara de diseño, con forma de
balón, dejaba salir una luz cálida que se proyectaba hacia el techo. Una orquídea rosácea daba un punto de belleza
y sensualidad. Sonaba de fondo el
intermezzo de cavallería rusticana de Mascagni. Lo envolvía todo en un vaho
vaporoso y especial. La ocasión propiciaba la comunicación. Sentado ante una
mesa lejana, un hombre solo, bien vestido, con la vista perdida a ninguna parte,
daba de vez en cuando sorbos a una copa. El hombre tenía aspecto de acogerse al
descanso que ponía fin a una jornada intensa. Parecía que no pensaba en nada.
En otro rincón, más alejados, una pareja hablaba en voz muy baja…
Ella llegó caminando despacio y segura. Se sentó en el taburete, donde siempre. De manera mecánica, cruzó una pierna sobre la otra. Apoyó el codo sobre el mostrador. Colgó de manera mecánica, el bolso en el enganche que había colocado para solucionar el problema de no tener que sostenerlo en las manos. El camarero la saludó…
- ¿Lo de siempre?
- Sí
Acarició la copa, probó, luego bebió con un poco de más intensidad. Llegó él. Se acercó. La besó. Se sentó sobre un taburete que arrimó arrastrándolo pero sin dejar de apoyar los pies en el suelo, justo al lado. Entonces ella extendió el brazo, lo acercó al nudo de la corbata, la colocó en sus sitio y le dijo:
-
Hijo, ¡qué te
cuesta ser un poco más cuidadoso, leñe. Anda,
anda. No tienes arreglo! Y después, sin dar opción a respuesta: eres un soso.
No me has llamado en todo el día ni por equivocación y no me echas cuenta.
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