La
búsqueda para llenar el vacío conduce por caminos que se enredan en un
laberinto al que no siempre se encuentra salida. He subido hasta Flores. La
tarde se acortaba. Los rayos del sol doraban las cumbres lejanas de las sierras
de Camarolos, Loja y El Torcal. Por abajo, entre las huertas y el río, las
sombras. Ha pasado, con vuelo pausado, camino del mar, una bandada de garcillas
bueyeras. Los entornos del convento esperan la noche con sosiego y calma. Uno,
en horas inciertas, se debate entre la zozobra y la melancolía.
El gallinero hispano anda
revuelto: no es la gripe aviar. Es la pandemia política. Ahora, además de los
que tienen el gachero, también tocan la gaita de la queja los catalanes. Presionan
para obtener más ventaja y más y más, y todo lo apetecido para llenar buches
insaciables. Hace más de ochenta años don José Ortega escribió: “Pocas cosas
tan significativas del estado actual que
oír que son pueblos (catalanes y vascos) oprimidos por el resto de España. La
situación privilegiada que gozan es tan evidente que la queja resulta
grotesca”. Se conoce que a Ortega ya no
se le lee, o no está de moda.
No se leen tampoco otras cosas.
La gente ha vuelto la espalda o por cansancio o por esa desidia tan nuestra que
se deja que las cosas pasen y pasen y cuando se quiere poner remedio ya no se
puede ni hay manera humana de reconducir la situación.
Sigue su ciclo el campo. Las
lluvias caídas lo ponen cada día más hermoso. Hay un manto verde que lo cubre
ya casi todo. Las gotas de rocío mañanero hacen que brillen con los primeros
rayos del sol y, luego, todo sea un vaho que se eleva y se eleva casi hasta
cuando la mañana llega a su mediación.
La luna llena pone una luz
especial a la noche. Parece que cobra todo su sentido la letra del bolero de
1935 en que Agustín Lara dejó dicho aquello de: “luna que se quiebras sobre la
tiniebla de mi soledad, ¿adónde vas?” ¡Ay, quién lo supiera!
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