El maestro Barbeito
acaba de darnos una lección - otra más - en su artículo de hoy. Lo ha titulado:
Aires de coplas. El maestro habla del
Rocío, y lo dice como quien saca al oreo los sentimientos del alma. Están
dentro; van con nosotros. Los dejamos que duerman durante un tiempo, pero se
acunan ahí. Él lo ha vivido, lo ha contado muchas veces y, ahora, lo desvela
para quien no quiera perdérselos.
Yo solo he estado una
noche, hace mucho tiempo, en el Rocío. Llegamos por la tarde, vivimos la
experiencia, y así hasta que llegó el alba… Entonces no había tanta gente como
acude ahora ni tanta sofisticación de gpeeses
ni tanto invento a los que hay que echar mano para que las cosas salgan como
Dios manda.
Yo no he visto cómo
lloran los pinos del coto. No he tenido la suerte de volver cansado pero
contento ni sé de esos ojos que se cruzan las miradas entre el velado amor de
la tierra y el otro, - ¿o no es acaso el mismo? - el Amor hacia ella que está
allí y que propicia que todo pueda ocurrir.
Veo imágenes de
carrozas que regresan. Gente que comunica que ya ha llegado a su casa. Se
preparan para pasar un año hasta que otra vez, otro lunes de Pentecostés, la
marisma los reciba como quien espera al amigo que se alejó por un tiempo.
Una amiga me dice que
está releyendo a Platero. Nunca nos
dijo Juan Ramón que Platero estuviese con él en el Rocío. Sí, nos contó que a
Platero le gustaban las flores y que comía porque él, Juan Ramón, se las daba,
uvas moscateles – como el color de los
ojos que yo no he visto en el Rocío, pero que sé que están – mandarinas e higos morados con su cristalina gotita de
miel…
Dice el hombre del
tiempo que quien también ha regresado y está aquí, en su sitio, es el
anticiclón de las Azores. Viene para quedarse. O sea, para echar la vará del
verano…
Juan Ramón quizá nunca fue con Platero al Rocío, pero sí lo llevó a ver las carretas que volvían de la romería. Yo sé que tú lo sabes, querido Pepe. Y como complemento a tu precioso texto, aquí te dejo este de "Platero y yo", titulado, creo, El Rocío:
ResponderEliminarPlatero—le dije—, vamos a esperar las Carretas. Traen el rumor del lejano bosque de Donaña, el misterio del pinar de las Animas, la frescura de las Madres y de los dos Fresnos, el olor de la Rocina...
Me lo llevé, guapo y lujoso, a que piropeara a las muchachas por la calle de la Fuente, en cuyos bajos aleros de cal se moría, en una vaga cinta rosa, el vacilante sol de la tarde. Luego nos pusimos en el vallado de los Hornos, desde donde se ve todo el camino de los Llanos.
Venían ya, cuesta arriba, las Carretas. La suave llovizna de los Rocíos caía sobre las viñas verdes, de una pasajera nube malva. Pero la gente no levantaba siquiera los ojos al agua.
Pasaron, primero, en burros, mulas y caballos ataviados a la moruna y la crin trenzada, las alegres parejas de novios, ellos alegres, valientes ellas. El rico y vivo tropel iba, volvía, se alcanzaba incesantemente en una locura sin sentido. Seguía luego el carro de los borrachos, estrepitoso, agrio y trastornado. Detrás, las carretas, con lechos, colgadas de blanco, con las muchachas morenas, duras y floridas, sentadas bajo el dosel, repicando panderetas y chillando sevillanas. Más caballos, más burros... Y el mayordomo—”¡Viva la Virgen del Rocíoooo! ¡Vivaaaa!”—calvo, seco y rojo, el sombrero ancho a la espalda y la vara de oro descansada en el estribo. Al fin, mansamente tirado por dos grandes bueyes píos, que parecían obispos con sus frontales de colorines y espejos, en los que chispeaba el trastorno del sol mojado, cabeceando con la desigual tirada de la yunta, el Sin Pecado, amatista y de plata en su carro blanco, todo en flor, como un cargado jardín mustio.
Se oía ya la música, ahogada entre el campaneo y los cohetes negros y el duro herir de los cascos herrados en las piedras...
Platero, entonces, dobló sus manos, y, como una mujer, se arrodilló—¡una habilidad suya!—, blando, humilde y consentido.
Querido Maestro, muchas gracias por este remate de faena; como las medias de Morante... no tiene igual. Un fuerte abrazo.
Eliminar