La calle es larga y estrecha; lóbrega. Es una calle
de una ciudad grande. De esas calles en los barrios antiguos de la ciudades que
el progreso ha ido despoblando poco a poco, casi sin sentir. Como pasa el
tiempo, como pasan los días, como pasa la vida.
No ofrece bancos para las piernas cansadas; no tiene
flores ni jardineras ni esos árboles que crecen en las aceras desgarbados y
anacrónicos como si fuesen – que los son de otros bosques – y que un día una
mano determinó que allí estaría su existencia y los arranco de donde nacieron y
los pusieron allí, precisamente, allí.
No es una calle agobiada por el ruido de los coches
que van y vienen; que contaminan el aire; que atronan con sus ruidos; no. Una
motocicleta espera a su dueño; debe andar en algún recado; unos viandantes que
van a alguana parte…
Y ellos. Ellos son el centro y el objetivo. Derrochan
ternura. Parecen los viejos amantes escapados de la canción de Joan Manuel
Serrat. Todo es mimo; todo es cariño; todo es eso que buscamos y dicen que
existe; lo llaman amor.
Tienen los cabellos blancos; el andar lento; el
pasito corto; se apoyan uno en otro. El, además, tiene un bastón soporte de
seguridad para mantener el equilibrio; ella, se agarra con fuerza a su espalda.
¿O le da la seguridad de su brazo sin el que él no sabría andar?
Él camina, levemente encorvado, hacia adelante.
Probablemente el peso de los años le hace que doble un poco la espalda. Ella
debió ser cuando era joven – porque esa mujer fue joven - una mujer con brío al andar. Era una mujer
viva, casi un puro nervio y mucha fortaleza. Todavía, a pesar del correr de los
años, le sobran fuerzas para darle vuelo al volante de sus faldas.
Lleva zapatillas cómodas; lleva un hombro que
todavía soporta el peso de la mano amiga que busca reposo, apoyo, amparo. Los
viejos pregoneros del amor caminan por una calle cualquiera, en una ciudad
cualquiera, un día cualquiera…
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