No sé quien lo acuñó. Parece difusa la atribución. Hay quien
se remonta al Siglo de Oro; otros, se quedan más cercanos, en el XVIII. Lo
cierto es que alguien lo lanzó a los cuatro vientos. “De Madrid al cielo”.
Desde entonces procuro hacerlo bueno, aunque me quede con el cielo más cercano,
o sea con el terrenal.
Madrid amaneció gélido. Es decir, menos cero grados. Lo
decían los termómetros, el hombre del tiempo y el vientecillo que daba en la
cara. Tampoco vamos a pedir, en la mediación de febrero, una media docena de
abanicos. No; que no.
Nos citamos – dónde si no se pueden citar tres catetos en Madrid - en Cibeles. Por
cierto sigue en obras el Ayuntamiento y la
fachada con el cartel para fastidiar a los turistas que buscan la foto: “Refugees welcome”, como si los refugiados
quisieran la cartelería para algo. Y, digo yo ¿y si se le diera Justicia?
Después, la cita era obligada porque Paco –ah, que no lo he
dicho, los citado éramos Paco, Salustiano y el que suscribe – nos iba a
explicar la exposición de Clara Peeters que para mí era una perfecta
desconocida. ¡Qué poco sé, Dios mío!
El Prado, además, tenía otras tres magnas exposiciones
temporales: Metapintura, un viaje a la idea
del arte; Maestro Mateo, y Ribera.
Que a uno, un licenciado en arte lo lleve de la mano por ese bosque… No hay
palabras.
Luego, porque Paco es así de generoso, nos llevó a La Bola.
Santo y seña del cocido. Ríanse de aquel cocidito madrileño que cantaba Pepe
Blanco en los años cincuenta del siglo pasado. Templo de la gastronomía para un
día de invierno. Como ven la devoción hay que conservarla siempre. De colesterol - ¡mira que hemos…! - y de esas cosas, no hemos
hablado. ¿para qué va uno a entretenerse en menudencias?
A media tarde. Cada mochuelo, a su olivo. Queda una cita
pendiente. Ahora serán ellos los que tirarán millas. Ya saben el mar, el mar azul de Ulises sigue ahí llevando
espumas de nácar al rebalaje… Ya me entienden.
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