Se va la
tarde. Marca caminos en el cielo. La luz no quiere irse. Está aquerenciada como
los toros se aquerencian en tablas; como los enamorados con la esquina; como
las rosas con la primavera; como los jazmines con las noches de verano; como el
niño con el olor del pecho de su madre.
La luz, o
sea la mano de Dios, marca el camino y dice por donde el sol busca otras
tierras. Dice dónde será de día, y todavía, ella que ya está entre dos orillas, como el
puente con Triana y Sevilla y no sabe con cuál de las dos quedarse… se hace
remolona y mira y ve desde lo más alto y reparte toda su belleza.
Escribió don
Antonio Machado aquello del “camino se hace al andar” y anda la luz en un
empedrado de nubes; en el dorado intenso del cielo que se ha vestido de tonos
de distinta intensidad pero con la misa esencia. Vamos para que escoja, como
las niñas guapas, que traje se ponen para una noche de amor.
Los montes
en el horizonte han dibujado su línea. Saben hasta donde llegan ellos; saben
por dónde se les escapa la luz, que no quiere irse y se pavonea en las alturas como los pavos
reales en los bordes del caballete.
Tiene la
tierra la penumbra de las sombras. Tiene la tierra el misterio de lo
desconocido, de lo que aguarda y espera que pase un tiempo, solo un tiempo, el
preciso para que ella asome, otra vez más, por la calle del alba y lo llene
todo y lo ilumine todo, y…
Los árboles
donde se arrebolan los pájaros en sus sueños, se empinan sobre ellos mismos. Son
como los niños asomados a la tapia del corral para ver lo que había detrás de
la valla blanca y misteriosa.
Los árboles
saben que juegan con ventaja; su estatura se lo permite, Son así por
naturaleza, porque por algo Dios les indicó que misión tenían en una tarde de
luz aquerenciada…
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