He tomado un tren lanzadera a primeras horas de la
mañana. Me he ido a Toledo. Al sol se está bien; en las sombras, frío, mucho frío. Cielo azul; por la Sagra, el campo ya despunta;
llanos esteparios, silenciosos y misteriosos. Por el camino - poco más de una
hora - paso revista a los recuerdos.
De Victorio Macho supe cuando yo era joven. El
profesor de Historia del Arte, don Manuel Burgos, nos había hablado de él. Nos
hizo un recorrido por sus trabajos. Nos inculcó una curiosidad que venía,
principalmente, de la mano de una sus obras: el Cristo del Otero.
Victorio Macho era palentino. Su familia de las que
se ganaban el pan de cada día, o sea de los que tenían que trabajar cada mañana.
Su aprendizaje por Santander y Madrid. Años donde no lo conoce nadie. Despunta
con algunas obras. Luego, la Guerra incivil. El exilio y el peregrinaje por
medio mundo.
Era una tarde de verano. Hacía calor. Yo había
llegado a Toledo siguiendo la curiosidad que siempre me ha llevado a muchos
sitios. Yo tenía poco más de veinte años y en Toledo tenía varias visitas
obligadas: al Cigarral de don Gregorio, a la Casa de El Greco y a la Casa de
Victorio Macho.
Naturalmente, en Toledo, hay muchas más cosas que
ver. Y lo vi. Uno que siempre ha gustado de ir a donde no va la gente aquella
vez estuve en esos tres lugares. En Roca Tarpeya, o sea, en el jardín de la
casa asomada al Tajo comprendí porqué algunos artistas eligen los sitios que
escogen.
He vuelto otras veces por esa ciudad única cuando
había menos turistas que hay ahora, cuando se escuchaban los pasos por las
calles estrechas en las noches de estrellas lejanas y cuando no todo era un
zoco de recuerdos que asaltan desde los escaparates. La última vez que estuve
fue cuando la magna exposición de El Greco. Fui, como ahora, solo. Callejeé y también reviví recuerdos.
Me quedo con aquella tarde de verano. El sol
trasponía por los cigarrales de enfrente; la yedra enredada en la baranda de la
terraza; en el estudio del escultor piezas expuestas para contemplación de los
visitantes. Profundo y rumoroso corría, abajo, el Tajo camino de Lisboa…
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