¡Cuántos recuerdos!
Una calle que se hacía corta, cortísima, unos libros bajo el brazo y un “hasta
mañana, amor mío”, y ninguno quería ser el primero en irse. Y, enfrente,
al otro lado, tu casa: “Espera, espera…” -me decías- “ahora, cuando cambie el
semáforo…” Y así, una vez, y otra, y un rato que se iba volando…
¡Ay, qué difícil era
dar el giro!
“…Que es un soplo la
vida, / que veinte años no es nada, / que febril la mirada, / errante en la
sombra, / te busca y te nombra…”
Y tocaba, como cada
tarde, la campana de San Pablo. Llamaba a rezos lejanos, y el cielo se
ponía oscuro y en la ciudad se encendían luces, muchas luces. Se iluminaba,
poco a poco, la calle con unos faroles que nos veían, y había uno que guiñaba…
¿Se reía de nosotros? No, no; era nuestro cómplice.
Y unos ojos que
hablaban en la distancia, y veinte años en la boca, y un volver a
volver la cabeza…, y tú cruzabas con aquel andar tuyo, firme, seguro, ligero…,
y el pelo suelto, y la gracia de tu falda, y tu cuerpo ya era una figura
perdida entre otras gentes…
Pasaban los coches;
cada cual iba a lo suyo. Volvían del trabajo; iban a alguna parte. Se
iluminaban los escaparates. Del bar de Antonio salía un vaho caliente y
viciado. Olía a vino rancio, a serrín húmedo y a tabaco; a hombres solos que
pasaban las horas en espera de la nada…
Y tú ya no estás, y la
calle es una calle cualquiera, y las sombras son sombras de otra gente, y
entonces, precisamente entonces, aparecen las preguntas que se quedaron sin
respuesta…
Ahora, cuando ha
pasado tanto tiempo, me pregunto quién se habrá sentado después de nosotros en
aquellas aulas de dónde veníamos hasta apurar los últimos suspiros de la luz de
la calle. ¿Están cerradas? Los compañeros se fueron yendo…
¿Sabes? Te confieso
una cosa: esta tarde he ido adonde siempre. Te he comprado una rosa… de las
nuestras, y luego…, luego…, luego… la de dejado donde tú sabes…
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