Estaba, al fondo de calle; al pie del campanario.
Hacía esquina con la plaza. En el solar entre la iglesia y la calle Benito
Suárez que era un maestro que se dio por su pueblo. La muerte le sorprendió joven;
tenía mucho que aportar. El ayuntamiento le dio su nombre a la calle.
Reemplazaba a otro que le habían dado unos vecinos de un tiempo lejano.
Cuando a las calles viejas se le dan nombres nuevos
ocurren cosa extrañas. No pierden el que tenían; les cuesta asumir el que
llega. El pueblo llano las llaman de una manera; la oficialidad, de otro.
La escuela era lóbrega y poco iluminada. Olía mal.
La clases se repartían entre la planta baja, donde había cuatro, y el primer
piso – no había otro – donde se acogían, a tres. Los maestros todos tenían su
‘don’ por delante. Nosotros, sus alumnos, les teníamos una consideran especial,
muy especial.
Escuchábamos los toques de las campanas. Las
campanas tenían su mensaje: tocaban a misa, a horas del oficio divino, a fuego,
a agoni, a entierro… Había tres campanas. Una grave; otra aguda, y una pequeña
que casi nunca tocaba porque estaba cascada.
En el patio central, que tampoco había otro, en una
de las esquinas había un habitáculo. Lo llamábamos ‘retrete’. Los niños - las niñas estaban en otras dependencias, en
otra calle – salíamos al recreo a la Plaza. Entonces, aún no se llamaba Plaza
Baja de la Despedía. Era amplia, soleada y espaciosa. En medio había un jardín.
Los niños respetábamos las flores.
Los pupitres, bipersonales. En medio un tintero de
porcelana; la tinta casi siempre
derramada. En el testero principal: un crucifijo, en el centro; a ambos lados,
dos estampas con fotografías de Franco y de José Antonio. Al fondo, una litografía de mala calidad mostraba una copia
de la Inmaculada de Murillo; en un testero el mapa de hule, raído y viejo; en
el otro, un ventanuco por donde entraba algo de luz…
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