martes, 14 de febrero de 2017

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. La escuela

Estaba, al fondo de calle; al pie del campanario. Hacía esquina con la plaza. En el solar entre la iglesia y la calle Benito Suárez que era un maestro que se dio por su pueblo. La muerte le sorprendió joven; tenía mucho que aportar. El ayuntamiento le dio su nombre a la calle. Reemplazaba a otro que le habían dado unos vecinos de un tiempo lejano.

Cuando a las calles viejas se le dan nombres nuevos ocurren cosa extrañas. No pierden el que tenían; les cuesta asumir el que llega. El pueblo llano las llaman de una manera; la oficialidad, de otro. 

La escuela era lóbrega y poco iluminada. Olía mal. La clases se repartían entre la planta baja, donde había cuatro, y el primer piso – no había otro – donde se acogían, a tres. Los maestros todos tenían su ‘don’ por delante. Nosotros, sus alumnos, les teníamos una consideran especial, muy especial.

Escuchábamos los toques de las campanas. Las campanas tenían su mensaje: tocaban a misa, a horas del oficio divino, a fuego, a agoni, a entierro… Había tres campanas. Una grave; otra aguda, y una pequeña que casi nunca tocaba porque estaba cascada.

En el patio central, que tampoco había otro, en una de las esquinas había un habitáculo. Lo llamábamos ‘retrete’. Los niños  - las niñas estaban en otras dependencias, en otra calle – salíamos al recreo a la Plaza. Entonces, aún no se llamaba Plaza Baja de la Despedía. Era amplia, soleada y espaciosa. En medio había un jardín. Los niños respetábamos las flores.


Los pupitres, bipersonales. En medio un tintero de porcelana; la tinta  casi siempre derramada. En el testero principal: un crucifijo, en el centro; a ambos lados, dos estampas con fotografías de Franco y de José  Antonio. Al fondo,  una litografía de mala calidad mostraba una copia de la Inmaculada de Murillo; en un testero el mapa de hule, raído y viejo; en el otro, un ventanuco por donde entraba algo de luz…
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