Madrid a la
luz de la mediación de la mañana era una ciudad de sol tibio, cielo azul, y
fresco agradable en la cara. Madrid hacía rato que había despertado. Los gatos
cimarrones debían estar en algún recoveco. Esperan que llegue la noche y entonces,
la ciudad, otra vez, será suya.
El bullicio
humano llena las aceras de la calle; la calzada es de los coches. Es una masa
que se mueve con velocidad uniformemente acelerada hasta el semáforo que está
un poco más allá, solo un poco más allá… Se paran; reemprenden la marcha. Y, entonces aparecen otros coches casi con los
mismos colores pero con otra gente dentro.
La estación
es un río humano. Los tableros electrónicos anuncian que llegan trenes desde
muy lejos. Detrás de una valla metálica hay quien espera a otros viajeros. Por
las cintas metálicas hay un chirrío de gemidos de ruedas de maletas. Las
maletas no saben por dónde han pasado, ni de dónde vienen ni adonde van.
La estación
ha perdido el olor que tenía. Ya no huele a gandinga ni a carbonilla, ni a
recoveros que traían productos de los pueblos: pollos con la cresta asomando en
una cesta; miel de colmenas castradas en la Alcarría; frutas maduras de las
vegas de Aranjuez; pan caldeado con retamas, aulagas y leña de monte…
Tomo un
taxi. El hombre es amable. Le doy la dirección. Lleva una emisora de esas que
ahora proliferan tanto con música – es un decir – que es un ruido de zumbidos.
Le hablo, original yo, del tiempo. El hombre me dice que ha mejorado algo; ha
estado peor estos días anteriores. Es un consuelo; algo es más que nada, vamos,
digo yo.
A mediodía
el cielo se entoldó; los chaparrones se dieron la mano unos a otros. Luego,
abrió un cielo azul velazqueño. Las nubes seguían camino; su paso lento, parsimonioso…
Madrid con
la cara lavada y sin contaminación estaba precioso Sus árboles desnudos apuntan
a primavera reventona en las yemas de los plátanos orientales. Siguen las
obras. Se ve que es imposible encontrar el tesoro. Lo escondieron tanto que no
se percataron: el tesoro está a la vista.
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