Tenían sus
horas y sus sones. Los trenes casi nunca eran puntuales. Iban o venían. Según por donde estaba el sol y por un
pitido largo y agudo de la máquina la gente del campo – casi nadie en el campo
tenía reloj – sabía qué hora era y qué había que hacer en aquel momento.
Muy temprano
bajaba el Mixto. Era un tren de
madera. Los vagones, largos; por las
ventanillas se dejaban ver asientos de madera y un pasillo por medio. En el Mixto la gente del pueblo se acercaba a Málaga.
Un poco
después, venía el Express. Era un
tren de lujo. El Express venía de Madrid que entonces estaba muy lejos; paraba solo
en algunas estaciones. El niño veía el tren desde el borde de la vía y pensaba que algún día, él, en un tren como
ese recorrería tierras que estaban muy lejos.
En sentido
contrario, subía; es decir, iba a Madrid, el Rápido. Debía llegar a destino, al caer la noche. Era menos ligero
que el Express, pero más que los
correos. Recorría el trayecto durante todo
el día. Los viajeros veían paisajes de
ríos, de montes y de campos.
¿Qué pueblo
será aquel recostado en las faldas de aquel monte? Los viajeros que sabían
Geografía informaban al curioso que sentía la necesidad de saber por dónde iba,
y así se comenzaba una lección de ocasión que no tenía precio.
A media
mañana subía el Pescaero. De tren
solo tenía el nombre. Una máquina y dos vagones que chorreaban agua porque se
derretían los bloques de hielo que mantenían ‘fresco’ el pescado. La mercancía
tenía que llegar a Madrid antes que los viajeros que viajaban en otros trenes.
Al mediodía
subían dos correos. El primero paraba en todas las estacione; el segundo, solo
en las importantes. El segundo correo tenía un sello diferente a otros trenes y
era algo así como un tren de tercera división.
El automotor unía ciudades de media
distancia. Iba a Sevilla y a Granada. Tenía aspecto de autobús largo y un solo
compartimento. Por la tarde, casi todos
los trenes eran la otra palma de los que habían circulado por la mañana. De
aquellos trenes ya no queda nada; un recuerdo lejano; la añoranza de lo
perdido.
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