Cielo
entoldado y frío. Lo propio; estamos en febrero. A duras penas se abre paso la Luz. La Luz
siempre puede con las tinieblas. La Luz está allí; espera su momento. A veces no la vemos. Se asoma como quien
separa una cortina entre las nubes y ve lo que no se ve desde otros sitios
porque la Luz lo ve todo. Se impone a lo que la rodea.
Hay un
alfombra de plata, o sea de nubes extendida por el camino del cielo. Una alfombra que mitiga el frío de la
mañana en los pies de los ángeles. En
las alturas, muy por encima de ellas, es azul; allí está la Luz plena, ahora solo se intuye. Se adivina; brochazos de
capricho con un pulso desigual.
Hay una
cortina de arboles en las dos orillas. Se clarean los más cercanos; los de la
otra, forman un cordón tupido, espeso, casi impenetrable como quien forma una
pantalla protectora asidos fuertemente entre sus manos. Los árboles siempre se
dan las copas entre ellos. Entablan conversaciones que solo ellos conocen.
Pérez Lozano
nos dijo que Dios tiene un O. A
veces, la O de Dios, la otra O que no va en el nombre, se asoma como a
hurtadillas, y también quiere ver lo que ha creado y lo admira y ve que es
bueno y se complace y deja que los hombres gocemos de esos momentos únicos y
breves que aparecen cuando no se esperan.
El río,
espejo de la mañana, sigue su curso. El sino de los ríos se cumple siempre.
Nace, anda su camino y llega al final. El río es un misterio que habla con su
silencio. El río es un rumor que envía su mensaje a quien quiera escucharlo.
Solo hay que sentarse en su orilla y aguardar.
Dormita el
campo. Se despereza. Vuela un pájaro. Busca una rama donde posarse. El pájaro
es un privilegiado. Ve mejor que nadie cómo se abre la mañana, cómo la Luz descorre
la cortinilla, cómo nace cada día…
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