Es una
hendidura que viene de arriba. Baja de los montes, al mar. Nace en la vertiente
sur de la cordillera y se encajona buscando la salida natural. Su cauce
atraviesa y rompe montes secos, asolados
por la filoxera y repoblados, después. Todo fue decrepitud y ruina en el viñedo malagueño. La Málaga de
siempre se quedó con su río seco; partía, en dos, la ciudad.
El
Guadalmedina, redundancia de nombre, es el río de Málaga. Es un río sin cauce
continuo, es decir, sin caudal. Saca agua cuando las tormentas de otoño hacen
de las suyas y descargan torrencialmente. Periódicamente arrasaba los barrios
colindantes. Subían los muros; se hacían más contrafuertes. Una lucha sórdida y
desigual…
La solución
vino con la construcción del Pantano del
Agujero. Una oquedad en su pie de presa permite salir solo el agua que
admite el cauce del río. En la parroquia de San Juan una lápida de mármol
recuerda la altura a la que llegaron las aguas en una de las muchísimas riadas
contabilizadas. Eso ya era historia.
Cada cierto
tiempo hay alguien que recuerda la necesidad de una solución a esa cicatriz.
Hasta la mediación del siglo XX el río dividía: la Málaga rica y burguesa, al
este; la Málaga de mucha necesidad al, oeste. Hoy ya no es así.
La Málaga
del Perchel y de la Trinidad se hizo tan grande que compitió con la otra. Fue
el crecimiento natural hacia la llanura por la que entra otro río, ese sí, con
más entidad, el Guadalhorce.
Ahora parece
que vuelve a resurgir ese deseo de dar una salida. Hay un cierto runrún que
pide medidas integrales. Dejar a un lado intereses muy particulares y mirar a
Granada, Almería o a Valencia que con problemas parecidos han encontrado
soluciones.
No es fácil.
En Málaga, menos. Sigue sin acabarse la Catedral. Ya ven aquí solo se dan término a las obras
de las tabernas para hacer bueno el dicho “Málaga ciudad bravía, la de las mil
tabernas y una sola librería”.
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