La vará de verdeo cayó por la parte de Campanillas.
Era ya invierno. Hacía frío. La cuadrilla daba de mano temprano. La noche se
venía encima pronto y había que regresar al pueblo. Por la mañana se echaban a
la carretera con las del alba – como Don Quijote – pero con otros menesteres.
Las varás de verdeo en aquellas huertas de considerable
extensión suponía trabajillo asegurado; jornal para unos pocos de días. Casi
una bendición para el jornalero. Y, así andaban de una a otra huerta.
Terminan en la margen izquierda. Pasan al otro lado
del río. Campos de Zapata cerca de Churriana. La proximidad del aeropuerto hace que los aviones
lleguen ya muy bajos. En unos metros, tangencial y tocan tierra. Ruido
ensordecedor.
Es la hora del rengue; un calentón en el candelorio.
El manijero, Fernando, sagaz, astuto y largo como él solo, conoce el ‘percal’
que maneja. Se ‘lamenta’, en voz alta, mientras se quitan el frío, por los días
que les esperan sometidos a estruendos tan grandes.
-
No se puede vivir con el ruido de estos
aparatos. Mañana me traigo una honda y a estos los entiendo yo.
El ‘Quiriqui’,
es bajito, moreno y con el pelo liso. Tiene la cara surcada por unas hendiduras
profundas. Está curtido por los soles en los trabajos del campo. Siempre anduvo
de cuadrilla en cuadrilla hasta que le llegó la jubilación. Ahora pasa las
horas entre el hogar del jubilado y los bancos del parque.
En el reparto de luces, cuando los genes iban a los
suyo, le despacharon algo menos de la mitad de un cuarto. Escucha el comentario. Ve
cerca su momento de gloria. No dice nada. No lo comenta con nadie. Se lo traga.
Rumia para sus adentros. Se agencia…
A la mañana siguiente, cuando entra el primer avión, se saca una honda de la
cintura, coloca un rebolo entre los ramales, la monta y pedrada al cielo.
-
¿Que
haces, hombre de Dios? ¡Peazo de animal!, que nos vas a buscar una ruina… El
espeta el manijero.
-
Pero, tú ¿no dijiste que a éstos había
que caerle a peñonazos?
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