Don Emilio era un hombre bajito, amable, con buen
carácter y muy cercano. Don Emilio tenía muy poco pelo y se peinaba hacia un
lado. En su cabeza que encerraba mucho conocimiento se dibujaba, casi como una
insinuación, la raya que tuvo de joven ahora perdida.
Don Emilio nos daba clase de Geografía. Nos hablaba
del solsticio. A nosotros lo que más nos gustaba es que cuando llegaban –
porque había dos, el de invierno y el de verano- de su mano venía algo soñado
para pajarillos enjaulados, o sea, las vacaciones.
Nos hablaba de noches muy largas, tan largas que en
algunos puntos del hemisferio norte no llegaba a verse el sol durante muchos
días a causa de la inclinación del eje de rotación de la tierra. Nosotros no
entendíamos nada de todo aquello.
Lo que más nos gustaba era cuando hablaba de unos
ríos que estaban en una región muy lejana. Los ríos se llamaban – y se llaman –
Obi, Yenisey y Lena. Los ríos se helaban y no se derretían hasta que no
llegasen los calores de primavera…
Y nos hablaba de trineos tirados por unos animales
de pieles recias… y de una vida de
condiciones durísimas porque el invierno era allí era muy diferente al
invierno que vivíamos nosotros.
El niño soñaba que algún día vería esos ríos. El
niño se hizo grande. (Es una pena que los niños se hagan grandes). Una tarde de
verano llegó a Novosibirk en esa tierra lejana y helada. La tierra que rodeaba
a ciudad estaba llena de bosques de abedules… El niño vio el río y creyó
reencontrarse con un viejo amigo al que no veía desde hacía muchos años.
Dice el hombre del tiempo que acaba de entrar el
cambio de estación. El solsticio se produjo a
la cinco y un pico, en la transición del 21 al 22 de diciembre. No sé…
Me cogió dormido. No me enteré de nada. Desde hace algún tiempo además de no
enterarme de nada es que tampoco quiero enterarme.
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