Amaneció un día cubierto. Nubes altas, lejanas. No
traen el agua que piden los trigos, los
veneros y los arroyos. No era un día tópico de Navidad donde los niños,
abrigados, juegan en el parque.
Ella ha aparecido sola. Pionera de otras que vendrán.
Avanzadilla primorosa. Desorientada, casi se pregunta si no se ha equivocado de
sitio y hora. Hace calor; es su tiempo
propio de viajera por ciclo de la naturaleza pero no con esta temperatura. Su
grito resuena con fuerza inusitada en el campo: la vida sigue.
Me decía una amiga: ya mismo están las lomas
cubiertas de nieve. De la nieve de este tiempo no; de la otra. De la nieve pura
y limpia de las flores de los almendros. En mi puerta están las yemas – me reafirmaba
– a punto de reventar. Y va y me envía la foto que aparece al pie del artículo.
La flor del almendro – además de los buenos mensajes
de Navidad – encierra otro. Es positivo.
Siempre es el mismo: la naturaleza rebrota desde lo más hondo de su interior.
Los cerros festoneados de puntadas de hilos blancos;
una vainica doble con copos de nieve que no derrite el sol; gotas derramadas de
un ordeño de estrellas en una noche fría de luna lejana venidas a la tierra
como un regalo de Dios que va y dice: ¡ahí os dejo eso!
Los almendros tienen troncos retorcidos; las ramas
desprovistas de hojas ventean los
temporales en las noches de invierno.
Los almendros son los arboles con el alma más bella. Los otros árboles se
acurrucan y esperan; tienen miedo. Ellos, desabrochado el pecho, nos regalan
girones de su alma…
Los almendros, en su silencio, prudente y sigiloso
nos mandan un mensaje sonoro: es posible un mundo bello, muy bello. Solo hay
que mirar – pero eso sí, con los ojos abiertos, muy abiertos – a los cerros y
esperar el momento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario