viernes, 25 de diciembre de 2015

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Ella

Amaneció un día cubierto. Nubes altas, lejanas. No traen el agua que  piden los trigos, los veneros y los arroyos. No era un día tópico de Navidad donde los niños, abrigados, juegan en el parque.

Ella ha aparecido sola. Pionera de otras que vendrán. Avanzadilla primorosa. Desorientada, casi se pregunta si no se ha equivocado de sitio y hora. Hace calor;  es su tiempo propio de viajera por ciclo de la naturaleza pero no con esta temperatura. Su grito resuena con fuerza inusitada en el campo: la vida sigue.

Me decía una amiga: ya mismo están las lomas cubiertas de nieve. De la nieve de este tiempo no; de la otra. De la nieve pura y limpia de las flores de los almendros. En mi puerta están las yemas – me reafirmaba – a punto de reventar. Y va y me envía la foto que aparece al pie del artículo.

La flor del almendro – además de los buenos mensajes de Navidad – encierra otro. Es  positivo. Siempre es el mismo: la naturaleza rebrota desde lo más hondo de su interior.

Los cerros festoneados de puntadas de hilos blancos; una vainica doble con copos de nieve que no derrite el sol; gotas derramadas de un ordeño de estrellas en una noche fría de luna lejana venidas a la tierra como un regalo de Dios que va y dice: ¡ahí os dejo eso!

Los almendros tienen troncos retorcidos; las ramas desprovistas de hojas  ventean los temporales en las noches  de invierno. Los almendros son los arboles con el alma más bella. Los otros árboles se acurrucan y esperan; tienen miedo. Ellos, desabrochado el pecho, nos regalan girones de su alma…


Los almendros, en su silencio, prudente y sigiloso nos mandan un mensaje sonoro: es posible un mundo bello, muy bello. Solo hay que mirar – pero eso sí, con los ojos abiertos, muy abiertos – a los cerros y esperar el momento.

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