La máquina lanzada un silbido largo y agudo. Con
aire de abajo, sabíamos que el tren venía por la Vega Redonda. Avisaba a los
posibles usuarios del paso a nivel; si era de ‘arriba’ intuíamos, que no había
llegado, todavía, a la estación de las Mellizas.
Según qué hora podía ser un ‘mercancías’, el
‘pescaero’, el correo de Madrid, el ‘express’, el ‘mixto de Ronda’… Los trenes
tenían su hora; casi nunca la cumplían. Los trenes tenían sello propio. Era
suyo, de cada uno, y no de otro.
Los ‘mercancías’
eran pesados, lentos. La máquina soltaba
una columna de humo negro por la chimenea. El maquinista y el fogonero tenían la cara tiznada. El fogonero paleaba carbón al interior de un horno de
fuego.
El ‘pescaero’ llevaba solo tres vagones; máquina,
pequeña. Era muy veloz. Subía a eso de media mañana. El hielo derretido para
conservar el pescado salía por las
rendijas; dejaba un rastro de agua sobre la vía.
El correo de Madrid paraba en todas las estaciones.
Los viajeros se asomaban por la ventanilla y cuando el niño, desde el borde de
la trinchera, les decía adiós, los viajeros no le respondían.
El niño aún no sabía que otro niño, Homero Macauley,
también les decía adiós a otros viajeros de otros trenes en un lugar muy
lejano: Ithaca, California. Solo hubo un
hombre negro le correspondía al saludo. El niño lo leyó cuando se hizo muchacho
y conoció a Williams Saroyan…
El niño tenía una sensación rara: en el ‘exprés’
viajaban los ricos. Subía por las noches. La máquina tenía un ojo grande que
deslumbraba desde la lejanía. Bajaba por las mañanas con el sol alto. Pasaban
muy rápidos; las ventanillas cerradas, y al otro lado de los cristales, la
gente iba muy seria.
El ‘mixto’ regresaba de Málaga cuando caía la tarde.
El niño le tenía un cariño especial a aquel tren… Una vez que su madre lo llevó a Málaga vio los
barcos en el puerto y las palomas del parque ¡Ay, de aquellos trenes que ya no
pasan!
No hay comentarios:
Publicar un comentario