A media mañana una cuadrilla de “húngaros” ha
irrumpido en la
Avenida. Cuando yo era niño eso presagiaba años malos; ahora,
también. No traían ni la mona rabona ni la cabra que se sube por la escalera de
tijera. ¡Una pena!
La húngara ha cambiado el pañuelo de ramos en la
cabeza y los harapos colgando por pantalones vaqueros; las perras chicas del
platillo por céntimos de euros; el húngaro, el aire de trompeta con abolladuras
de rodar por los suelos por decibelios eléctricos que atronaban.
La gente ha pasado de los húngaros y del ruido con
que llenaban el ambiente. Los tiempos y los niños cambian. “Desperté de ser
niño/ nunca despiertes”, escribió Miguel Hernández. Son otros tiempos.
“Que sea
lo que Dios quiera - como dice el maestro Alcántara - que nunca será nada
bueno”.
España parece que va a saltar hecha añicos. Ni
tirios ni troyanos tuvieron desavenencias tan profundas como las que ahora
campean por los suelos hispanos. ¿Es posible que haya tanta insensatez entre la
gente? Me viene a la mente al reflexión de Vicente Aleixandre: “Muchacho que sería yo mirando /aguas abajo
la corriente,/ y en el espejo tu pasaje / fluir, desvanecerse”.
La tarde se ha puesto cruda y muy gris. Acorde con la fecha que
corre en el calendario. La falta de lluvia hace que no verdegueen las lomas de
El Chopo. El campo se muestra encogido y mustio; espera ansioso algo de agua.
Ruidos -que
no música de Navidad- sale por la puerta de algunos establecimientos
comerciales. Me siento incómodo dentro de tanto bullicio. Añoro huir. Todo se
exterioriza. Hay quien opina que está más alegre porque alborota más. Me siento
hastiado de tanto como me imponen desde fuera. Ni entran en mí, ni logro
zafarme de cuanto me rodea.
El tiempo - ya digo, cielo plomizo y lejano - ha venido
a unirse a la melancolía del día. El recuerdo lo llena todo, y a uno, que da en
hurgar demasiado en el pasado, parece que le pellizcan el alma.
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