Hoy hace sesenta y ocho años que Islero se llevó por
delante a Manolete. Islero no había comido margaritas en las marismas de
Tartesos ni tenía los ojos verdes. Islero no se había escapado de ningún poema
ni de los versos de un poeta que llevaba dentro las esencias del campo.
Islero había hablado de tú a las estrellas que se
asomaban a la noche de Zahariche y a la
luna que se apuntaba por los rastrojos. Islero no era ni bueno ni malo; ni
tenía ideas asesinas como dicen algunos imbéciles ni miró de mala manera al
hombre que hacía como no hacía nadie los ayudados por alto.
Manolete – a quien ahora quieren quitarle el rótulo
a la calle que lleva su nombre – pasó a la historia del toreo porque dicen que
era un hombre frío, con nervios de acero. Un mito como Belmonte o Granero.
Alguien a quien el destino le tenía cita en Linares, el 28 de agosto, en las
fiestas de San Agustín.
Otro destino a ha dado cita en una autovía de
Austria a un montón de personas que huían del horror y cuando oigo lo que cuentan
de cómo ha sido su muerte me quedo sin palabras. No las hay para tanto
disparate.
Se ve que las tragedias van de la mano. El
Mediterráneo ha vuelto a extender su manto azul sobre otro montón de gente. Esta
vez frente a las costas del Norte de África… Y, ¿van? Ni se sabe. Casi
imposible contarlos.
Y hoy, los días acumulados que se llaman años dicen
que hace trece que mi amigo Antonio
dejase la brillantez que le ofrecía la vida para devolverla en forma de dolor
que no se apaga a todos los suyos…
Fue al caer la tarde, en una curva puñetera, como parece que fue la hora del camión aparcado,
como la hora del encuentro de Islero con Manolete… Ustedes perdonen el
refrescón de hoy pero es que hay días…
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