El maestro Gutiérrez era un hombre bajito y de buen humor. Pequeño
en estatura; grande como artista. El maestro Gutiérrez, además, era un músico
excelente. Tocaba el clarinete y había sido miembro de una banda extinta a la
que nosotros no habíamos escuchado de tocar nunca.
El maestro se ganaba la vida con la profesión de sillero.
Hoy, con tanta fibra sintética, tanto ‘ikea’
barato y tanto mueble prefabricado damos al olvido muchas profesiones. El
sillero echaba los asientos de las sillas, torneaba los palos que luego serían
la patas y ponía las tablillas de los espaladares.
El maestro Gutiérrez – Francisco Gutiérrez, que no lo he
dicho – tenía su taller artesano conforme se bajaba la cuesta de la calle de la
Parra, a mano izquierda, antes de llegar a la barandilla donde estaba la
fuente.
En la fuente las colas eran interminables. Poca agua y mucho
tiempo. Se criticaba, se hablaba, se discutía, se sacaba pecho.
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Ya ves – decía una – yo ya no sé qué hacer de
comer en mi casa, porque mi gente no quiere comer de nada, el otro día guisé un pollo con tomates y allí
está en la alacena sin que nadie le meta manos.
-
Mamaíta, preguntó el niño que no perdía puntada
de la conversación, ¿dónde está la carne? que yo no la he visto…
Otros niños mirábamos con qué maestría el maestro Gutiérrez
movía su pierna y hacía, a modo de pedal, que un artilugio de piezas se pusiesen en
movimiento. A aquello se le llamaba torno. Los niños mirábamos atónitos. El
maestro Gutiérrez de un palo con cuatro caras sacaba unas patas redondeadas y
torneadas.
Era la base en la que trenzando aneas con una maestría
mecánica terminaba siendo una silla. El maestro Gutiérrez nunca pudo sospechar
que uno de los niños que jugaba con sus hijos y que lo miraba curioso, algún
día escribiría unas líneas de admiración, cariño y recuerdo hacia un artista
anónimo, parte de otros muchos de los que no sabemos ni sus nombres pero fundamentales en la vida sencilla de los
pueblos.
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