Desde el quince de agosto, en el campo, se guardaban
los suelos de las aceitunas porque “la aceituna ya tiene aceite” decían los
viejos. Por cierto, este año los olivares tienen bendición de Dios. Piden un
rocío de agua del cielo a gritos. Pero que llueva con vergüenza, como tiene que
llover, sin daño y con gracia. De la otra manera de caer agua, pues como que
no.
Están las aceitunas clamando verdeo temprano y una
salmuera y un aderezo de tomillo, hinojos, pimientos colorados y una ajito
machacado y una damajuana de boca ancha. (Maestro, no se lo digas a nadie, pero
ya mismo tenemos aceitunas nuevas, que saben a leña y están para chuparse los
dedos).
Los olivos, alineados como quien presenta armas a la
procesión del Corpus una mañana de sol, tienen dobladas las ramas por el peso
del fruto maduro. Son cuentas verdes de un rosario escapado de algún cuadro de
Alonso Cano. Tienen cuerpo las aceitunas mucho cuerpo y mucho aceite ya dentro.
“A
ver si de una vez nos enteramos de que el aceite, hijo de la aceituna, es lo
más parecido a nuestra sangre… Que me digan si eso no es razón bastante para
tenerle confianza…” Escribió Barbeito para quien se quiera
enterar de primera mano.
Manzanillas aloreñas, picuales, cornicabras,
picuales, marteñas… Todas con traje nuevo. Tienen distinto nombre pero todas
como niñas de verano portan tanta belleza que a la hora de elegir uno se queda
con cada una y con todas.
Llevan dentro la gracia de la luna que se asoma por
las madrugadas al brocal del pozo y refleja su cara en el espejo del agua
quieta para no romperla. . Llevan ese mecío airoso que da la brisa del amanece
a los palios de la Vírgenes en medio de cirios de fe.
Están ahítas y prietas. Esperan la mano de ordeño
cuando dentro de unos días Alguien diga que ya ha llegado la hora del verdeo; las que queden, de pasión y molino,
esperarán el día de ir al supremo sacrificio. Los olivos ya presentan las armas
de su cosecha. Piden un rocío, aunque solo sea un rocío, de agua del cielo.
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