Dice el diccionario que ‘perote’ es un gentilicio
despectivo con el que se conoce a la gente de Álora. Poco más o menos. El
diccionario puede decir lo que quiera, como aquella beata que cuando el
Vaticano II cambió lo del ayuno eucarístico afirmaba que si se quiere condenar,
que se condene, el Papa.
No sienta mal a nadie nacido en Álora que se le
llame por perote. Nadie sabe el origen de la palabra ni de todas las
explicaciones que se les busca. Ninguna
cuadra para decir ni el origen ni el porqué del nombre.
Efectivamente el perote es el nacido en Álora. Es,
además, inteligente, sagaz, irónico, tertuliano, abierto, hábil convesador. Se
ríe de su sombra y conoce a los cojos… tendidos.
El forastero con muchas ínsulas baratarias en la
cabeza, vino, por traslado profesional, a vivir al pueblo. Miraba un poco por
encima del hombro. Presumía de su formación y de su carrera anterior.
-
Porque yo, he opositado a la Policía Secreta.
-
Tan secreta, le dijo, que no lo sabías,
ni tú.
El perote muchas veces en su actuación no deja
entrever si va o viene, si sube o baja. Socarrón. Vulgarmente se deja caer:
“No sé cómo la gente de Pizarra – decía, Fernando
Espíldora – es más fina que nosotros estando nosotros más cerca de Madrid que
ellos”. Fernando era un hombre, delgado, muy enjuto y seco de carnes. Nariz
aguileña, pelo lacio y de palabras usadas en su término justo.
Se pone de moda colocar, en la parte trasera del
coche, una cadena que toca el suelo, que deja salir la electricidad estática
acumulada. Un día entra en el bar. Lleva atada una cadenita a la cintura.
Cuelga y arrastra. El listo de turno tercia:
-
Fernando, ¿para qué quieres la cadena?
-
Pa
no marearme.
Aparentemente es serio. Encierra y amarra, deja
entrever lo él quiere que se vea y, en más de una ocasión, lanza un dardo sin
que el interlocutor se pueda dar por ofendido. Entra la señora a la tienda.
Echa un vistazo a la mercancía expuesta en la estantería. Inocentemente,
pregunta:
-
“¿En qué puedo engañarte…?”
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