El día está fresco. El agua caída
con las tormentas en la sierra de esos mundos de Dios ha refrescado el ambiente
y el comentario generalizado es de respiro y agradecimiento y, aunque
conscientes de que tiene que venir más calor, al menos, ahora, la sensación de
alivio ha sido grande.
Me paso un rato en la puerta junto
al camino, como cada noche, antes de acostarme. Contemplo el cielo. Es una
costumbre mantenida todos los veranos. Las noches de verano en el campo son
otra cosa La luna en cuarto creciente; criquean los grillos; ladra, en la
lejanía, un perro. Hace tiempo que no percibía la quietud que ofrecía la anoche.
Ha pasado ya eso del efecto de
Perseidas. Ya no hay que pedir deseos a las estrellas. ¿O sí? Las estrellas
están donde siempre, como siempre… De vez en cuando, desde que abrieron la
segunda pista del aeropuerto cruza el cielo un parpadeo muy distante de luces
en las alas de los aviones que van a alguna parte.
Los Lagares, en la lejanía, son
un todo oscuro. Se ven los focos de los coches. Suben y bajan, lentos, por los carriles. Parecen
puestos allí para realzar tanta armonía. Soplaba el viento de poniente.
Recuerdo al niño que se preguntaba una noche, como la de hoy de cielo
estrellado: ¿Todo esto para mí solo?
Leo que llegan oleadas de
inmigrantes a las playas del sur de Europa. En Lesbos han triplicado la
capacidad de admisión. Esto no hay quien lo pare. Lo que ocurre es que quienes
tienen que hacerlo, no lo hacen. La gente huye de la guerra, la miseria y de la
pobreza y arriesgan ya lo único que les queda: la vida.
Las estadísticas hablan de miles
de vidas sepultadas bajo las aguas azules del Mediterráneo. Al rebalaje de sus
playas vienen a morir olas de nácar y espuma. ¿Serán las almas de los que se
quedaron aguas adentro? Me aterra la reflexión.
Flota una locura colectiva. Ante
las noticias que hielan el alma respondemos mirando a otro lado. Muertes
sembradas por manos que tenían que sembrar amor: madres, maridos que recogen
los añicos del amor roto haciendo más añicos…
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