El Nano
tenía la piel morena. Morena de aceituna y soles; morena de raza y enjundia;
morena del que pasó mucho desde niño. Y, en silencio. El Nano se las andaba por
los bares de la Fuentarriba o apoyado en la pared de la calle. Buscaba un
potencial cliente que, por unas monedas, le ayudasen a tronchar eso que
llamamos vida.
El Nano -
Alonso Heredia Campos - tenía el pelo
negro. Como es negra la noche a la que se le ve poca salida. Enjuto y seco. Los
ojos oscuros y profundos. Tenía el cimbreo de un junco que crece en las orillas
del río. Llevaba en una mano la cajilla
de las ‘herramientas’; con la otra marcaba un compás imposible.
El Nano
era un gitano guapo de cuna. De infancia difícil. Con casi todas las salidas
cerradas. El muchacho se buscó la vida
de limpiabotas. Quizá el último limpiabotas – y, ojalá el último - de los
hombres que se han ganado el pan de cada día de esa manera.
Tenía la
cintura del que va para torero estilista y ligero de carnes como una
alondra. La frente despejada y los
labios grandes. Ni muy alto ni muy bajo, seco y con los ojos tristes. Con esa
tristeza del que ve que la vida se le va y él ni puede ni quiere ni sabe cómo
pararla. Las orejas grandes…; caídos los brazos y unas uñas recomidas por el
trabajo.
Siempre
he sentido un respeto enorme por esos hombres que se han arrodillado ante otros
hombres. Jamás he consentido que nadie me limpie los zapatos. Lo he visto como
un acto de humillación hacia otra persona. Sé que puede parecer una exageración.
Sé que es una manera digna de ganarse la vida,
pero …
Felipe
Aranda que lo conocía bien dice que era un hombre bueno, de gran corazón y honrado, y que, además, era su amigo. Me pregunto ¿con
cuántos hombres honrados y buenos como El Nano nos cruzamos cada día y los
desconocemos? ¡Qué injusta hacemos la vida!
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