Ha amanecido un día claro, diáfano y ventoso. Sopla
el aire. El aire viene del noroeste, o sea, es terral. En las tierras del
interior, a primeras horas del día, el viento terral causa sensación de fresco.
Es agradable. Luego, cuando entre la mañana subirá la temperatura y, al medio
día, calor. Seguro.
El aire mueve las copas de los árboles. Los limones
tienen los tallos tiernos de la movida del verano. Son brotes frondosos, de un
verde muy brillante y muy atractivo. Son
de ese verde tierno que tanto agrada a la vista.
El cielo está surcado – como si Alguien hubiese
echado una besana imaginaria – por nubes continuadas. Los libros de Geografía a
esas nubes las llama cirros. Desde tierra parecen jirones de lanas de ovejas
enganchados en las matas de la sierra. Son jirones blancos, largos; se
difuminan en el azul turquesa del cielo.
Las corrientes térmicas ayudan a las palomas en su
vuelo a hacer unos giros raros, caprichosos cuando vienen a tomar la sombra en
los bajos del puente. El puente es de piedra y tiene barandillas – quitamiedos
los llaman, también – de tubos oxidados por el temporal y, en sus bajos, pasan
muchas horas las palomas resguardadas del sol.
Por debajo del puente corre un arroyo, el arroyo de
Paredones. En verano, el arroyo de Paredones casi no lleva agua. La poca que
tiene se filtra y serpentea entre las adelfas que ya han perdido las flores a
estas alturas del verano. El arroyo de Paredones no tiene chopos ni álamos
negros y ni esa vegetación de ribera que da frondosidad. Es un arroyo de sierra
que baja quebrado y rápido.
La carretera que va por encima del puente es
estrecha. Tiene ondulaciones. Los bordes de la carretera están llenos de brozas
que crecieron en primavera. Están secas. Son un estorbo para los coches; arañan
los costados y los conductores las evitan. Circulan por el centro: se estrecha
más el poco espacio.
Abro, al azar a Juan Ramón, y leo: “la mañana era clara,
pura, traspasada de azul…” Entorno los ojos, y pienso y pienso; luego, voy y lo escribo…
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