Me voy a
Málaga. Cojo, como siempre, el cercanías de las 8,55. El tren ha llegado en
hora a la estación. Como siempre me voy al último vagón. Como siempre tomo
asiento en el último, junto a la ventanilla, en el lado izquierdo.
Sobre los tejados de las casas que hay al otro lado
de la valla que limita la estación revolotean un puñado de gorriones mañaneros.
Por la ventanilla entra el sol. Aún no calienta porque a esas horas de la
mañana el sol tiene aún piedad de los viajeros.
Sube más gente. Una chica joven se sienta, al otro
lado del pasillo central, en el asiento simétrico al mío. La chica tiene el
pelo rubio y lacio. Lleva un teléfono móvil en la mano. Mira por ventanilla. La
estación a esa hora de la mañana está aseada y limpia. Un hombre con un traje
amarillo limón y azul barre el andén; la chica teclea el móvil.
Un tintineo mecánico anuncia el cierre de las
puertas. Se cierran las puertas. El tren se echa a andar a la hora en punto.
Primero despacio; luego, aviva la velocidad. Cuando entra en el túnel se hace
noche oscura. Por poco tiempo. Vuelve, de nuevo la luz. A la derecha los
olivares de Canca; a la izquierda, el verde las huertas.
En Pizarra sube más gente. En todas las estaciones
del recorrido sube y baja gente. En Cártama, un grupo numeroso. Una señora
pasada de carnes avanza por el centro del vagón. Trae señales de sudor marcando
retorteros en torno a las axilas. Agradezco en muy interior que se siente un
poco más adelante. Temí, por un momento, lo peor.
En Los Prados, la vía corre paralela a la del AVE.
Nos cruzamos con un tren que circula en sentido ascendente. Parece que se ha
incrementado la velocidad. Es solo una
apreciación. Me pregunto a dónde irá ese tren y cuánta gente irá con sus
problemas, mirando, como miro yo, por la ventanilla.
En Málaga sopla un viento fuerte y revuelto. Me
cruzo con dos mujeres. Llevan, en bandolera un bolso – cada una el suyo – de
playa. Son de mediana edad. Una lleva una niña de la mano. La niña viste una
camiseta de presidiario a rayas azules y, bordado horteramente, sobre el pecho un corazón rojo en el lado
izquierdo…
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ResponderEliminarNo sería sincero si dijera que su aspecto a primera vista me agradó, pero más tarde lo comprendí. Sus palabras (la de esta mujer) y su conversación fueron el motivo de mi vergüenza, de mi desprecio (el mío hacia mí ). Sufrí en todos mis adentros el castigo penitente del prejuicio liviano, implacable y vehemente.
ResponderEliminarYo fui el compañero de viaje de la señora que tras avanzar por el vagón acalorada, decidió sentarse a mi vera. Lo que en aquel trayecto me contó, jamás olvidaré.
Ni sus exudaciones involuntarias, ni su sobrepeso indeseado, ni las marcas psicodélicas en su ropa, producidas por el sudor; dejaron impregnadas en mi tanta presencia como el alma exquisita de aquella persona, un primor que tuve la suerte de tropezarme aquella mañana.
Cuánto agradezco en mi interior que aquella persona decidiera sentarse a mi lado, en aquel vagón de tren, aquella radiante mañana de aquel hermoso día.
Viví, por un momento, lo mejor.
No sería sincero si dijera que su aspecto a primera vista me agradó, pero más tarde lo comprendí. Sus palabras (la de esta mujer) y su conversación fueron el motivo de mi vergüenza, de mi desprecio (el mío hacia mí ). Sufrí en todos mis adentros el castigo penitente del prejuicio liviano, implacable y vehemente.
ResponderEliminarYo fui el compañero de viaje de la señora que tras avanzar por el vagón acalorada, decidió sentarse a mi vera. Lo que en aquel trayecto me contó, jamás olvidaré.
Ni sus exudaciones involuntarias, ni su sobrepeso indeseado, ni las marcas psicodélicas en su ropa, producidas por el sudor; dejaron impregnadas en mi tanta presencia como el alma exquisita de aquella persona, un primor que tuve la suerte de tropezarme aquella mañana.
Cuánto agradezco en mi interior que aquella persona decidiera sentarse a mi lado, en aquel vagón de tren, aquella radiante mañana de aquel hermoso día.
Viví, por un momento, lo mejor.