El tren llegó
a la estación a esa hora en que no es ni tarde ni temprano. El tren
llega, ahora, a la estación de Málaga por un subterráneo largo y oscuro. Viene
bajo tierra casi desde la barriada de Santa Julia. El tren comparte estación
con otros trenes de más categoría. Los que van muy lejos circulan por otras
vías con ancho diferente; los de media distancia, por las vías antiguas.
Un tablero electrónico llena todo un testero. Se
mueven las letras; parpadean. Anuncian
llegadas. Dicen que viene un tren de Sevilla-Santa Justa. Piden disculpas por
las molestias. O sea, trae retraso. Como antiguamente.
En el otro lado del panel anuncian salidas para
Madrid-Atocha (dicen que tiene parada en Córdoba); Barcelona- Sants; Zaragoza y
Sevilla… Los viajeros pasan el control de seguridad. Se pierden por detrás de
unas puertas acristaladas. Casi todos llevan maletas grandes.
Ya no hay marquesina metálica que separe la estación
de la calle. Tampoco están, en la puerta de acceso, los que vendían ramos de plátanos ni
caracolas repintadas ( “se escucha el mar, decían), ni banderitas ni toritos
negros de plástico que la gente ponía en el aparador de su casa…
La sala de
espera es amplia. Muy amplia. Está llena de gente. Unos van; otros, llegan. Van
a muchas partes. Vienen de otras ciudades, de pueblos, de no sé sabe dónde. Hay
mucha gente en la estación.
Un chica morena, repintada y con mucha crema en la
cara me pide atención. Me quiere hacer una tarjeta. Me pregunta si conozco cómo
funcionan las tarjetas, le digo que sí. Me pregunta si utilizo, con frecuencia,
la tarjeta, le digo que demasiado. Me pregunta y me pregunta cuando le digo que
lo que no tengo es dinero…, me esboza una sonrisa. Es comprensiva ella; yo he
aguantado demasiado.
Cruzo la calle. El quiosco de Gregoria despide olor
a churros, a masa frita y a aceite caliente. El quiosco de Gregoria hace
esquina. El quiosco de Gregoria saluda en silencio y en su sitio a los
viandantes. Ha visto pasar a mucha gente.
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