Los niños son para el verano. A veces, pienso qué fue
antes, si los niños o aquellas mañanas largas en las que calentaba el sol a
medida que entraba el día. Las tardes no
se terminaban nunca y por las noches, la
gente sentada en la puerta tomaba el fresco.
No había nada comparable con la libertad que se abría aquel
último día de clases. Comenzaban las vacaciones y los pajarillos con la jaula
abierta dábamos voladas a los árboles cercanos huyendo de los gatos. “Niño, - siempre
había un gato sórdido, que lo anunciaba - ¡como se lo diga a tu madre…!”
Las siestas eran plomizas. Se cerraban todas las puertas del
pueblo y los niños jugábamos en las penumbras del portal. Las chapas de las botellas
eran trenes que circulaban por vías de imaginarias y llegaban a estaciones
irreales. Todo eran sueños.
Luego, cuando la digestión daba su tregua, por la Cuesta del
Río era el momento de ir a los bañaeros. Las albercas de Flores tenían su
encanto pero también encerraban dos problemas: el agua tan fría y que
estuviesen sin agua por mor de los riegos.
Era más seguro el río. Algún ciruelo tardío, un zarzal con
moras en el borde de la acequia, una higuera en sazón, un melonar… El problema
venía con el guarda. El guarda siempre estaba en la choza. No dormía la siesta
nunca y, además tenía una honda y una puntería certera y un perro que avisada, desde
lejos, si por un descuido daba una cabezada.
Lo mejor del verano eran las noches. Las estrellas en la era
parecían que se cogían con la mano y el frío de la madrugada ayudaba a
conciliar un sueño reparador a un día que era más largo que otros días pero
nunca tanto como aquel tiempo que tardaba en llegar la feria.
Todavía no tengo claro si los niños eran para el verano o
el verano para los niños. Infancia que se fue. Recuerdos que afloran cuando,
ahora, hay quien busca la felicidad – cómo si eso existiera- detrás del
botellón y de un ruido ensordecedor.
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