Lisboa está ahí con su belleza
decrepita, con el tiempo atrapado entre sus paredes, con sus mosaicos
milimétricos en blanco y negro en las aceras, con el Tajo que ya no se sabe
hasta donde es río o hasta donde es mar…con gente que va y viene, con
desconchones en las paredes, con la luz, con esa luz tan especial, tan
distinta, tan poética…
Una amiga me pide información
de Lisboa y al viajero se le viene un torbellino de ideas: el vinho verde, y el bacalao que es abadejo y el
fado y ese sentir que solo se siente – o se sentía por sus calles – y le
recomienda que sueñe…
El viajero entró en Lisboa por
la autopista que pasa junto al aeropuerto. A cada momento, los aviones, esos
pájaros metálicos voladores que se alimentan con el alpiste del queroseno, se
aproximan y vuelan a poca altura para el aterrizaje. Hay un momento, en que
deja la autopista y se adentra bordeando los Jardines de Mario Soares hacia el
centro, o sea, hacia la Plaza del Rossío, hacia el Tajo.
Recuerda aquello que se cuenta
de Espronceda que arrojó por la borda del barco en el que entraba por el Tajo
las monedas que llevaba en el bolsillo ‘porque le daba vergüenza entrar en tan gran
ciudad con tan poco dinero”. Omitió que portaba un cheque para uno de los
banqueros más importantes de Lisboa.
Hace casi cincuenta años (ahora
ya he perdido la cuenta de las veces que ha estado por allí), el viajero la
primera vez que fue a Lisboa se alojó en un hotel – que no sabe si existe – en
el Chiado, entre la Parte Alta y la Baixa. Todo era pintoresco, bohemio, encantador.
En otra ocasión, una tarde
plomiza, lluviosa como solo lo hace en Lisboa cuando entran las borrascas del
Atlántico, no se podía salir a la calle. Optó por sentarse en el salón del
hotel, delante de un ventanal por el que entraba una luz tamizada, difusa y,
entonces, leyó a Pessoa. Recuerda una sensación de alivio, de un respirar
profundo, de una evocación curiosa que el azar sin saber porqué pone en nuestro
encuentro…
Bordea la estatua del Marqués
de Pombal, el hombre que hizo una Lisboa nueva después de la destrucción del
terremoto de 1775. Fue tan enorme, que la escala que mide esos fenómenos saltó
por los aires. Tras la destrucción, el incendio y la muerte y el caos….
El viajero se da cuenta que con
las evocaciones ‘se ha comido el espacio de las cuatrocientas palabras’ que da
a cada artículo y tiene que recurrir a la benevolencia de los lectores para
dedicarle un segundo a una ciudad tan bella, de tanto embrujo y misterio como
es Lisboa.
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