“…cuerpo a
cuerpo con Dios se está vendido / y a gritos no se alcanza”. Manuel Alcántara.
Resonaba en el fondo de la
galería, un armonio destemplado que parecía balbucear de mala gana. La luz
llenaba la mañana, entraba por los ventanales y traspasaba las vidrieras,
dejando una sinfonía de colores sobre los mosaicos del suelo…
El muchacho avanzó despacio.
Recorrió la galería. La galería era una lección de vida. Los vicios de la
hipocresía, de la desidia…, quedaban reflejados sobre piedrecitas artísticas
para que todos lo pensasen. Miró al
pasar, las ventanas de los salones, ahora en estos primeros días de vacaciones, ya cerradas. En aquellos salones,
un tribunal de tres miembros los había examinado para poner fin al curso.
Habían pasado los momentos malos… Allí, también había sabido de Hemingway,
Pérez Lozano, William Saroyan, Juan Ramón…
Al otro lado de la galería, se
abría el espacio diáfano de los campos de recreo, cortados por una hilera de
eucaliptos donde en las noches de invierno, se posaba el autillo, y en el
fondo, en lo más hondo, el campo grande de los partidos memorables.
Estaba en silencio la campana que
marcaba todas las horas del día: la ida a la capilla, el recreo, el estudio, el
comienzo y el final de las clases, la asistencia al comedor. La campana regía
la vida con una puntualidad asombrosa.
El muchacho, cuando llegó al
final, se encontró frente a un testero ocupado por un cuadro de grandes
dimensiones, lo firmaba Ernesto Wilson. El cuadro, de baja calidad pictórica, estaba
escoltado a ambos lados, por unas litografías de la catedral de Notre Dame con sus
torres desmochadas y el río Sena majestuoso y quieto… Algún día, se dijo para sus adentros, yo iré a París.
Recorrió un pasillo estrecho y
largo, dejó a un lado una construcción original adosada al edificio con
techumbre de cristal, que la hacía más luminosa. Luego, salió a la explanada.
Grande, diáfana… En la lejanía, los montes recortados en un cielo casi siempre
libre de nubes, y otros más cercanos, más familiares, por donde subían lentos,
pesados, a duras penas, los camiones cargados.
Abajo, la ciudad era un mantel de
puntitos sugerentes y allá en el horizonte, el mar. El muchacho comenzó a bajar
sin detenerse. Ya no se escuchaba el armonio destemplado que parecía balbucear
de mala gana. El muchacho sabía que aquel era un camino que ya no tenía
retorno…
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