II
El
hombre pasó junto al Palacio de Salesas, lo dejó a un lado. Era un palacio soberbio. Magnífico. Era el
esplendor de un pasado. En el frontispicio unas letras mayúsculas informaban:
Tribunal Supremo. Continuó por la calle Fernando VI, luego por Doña Bárbara de
Braganza, y por la calle del Conde de Xiquena salió la calle del Almirante.
Llegó hasta el paseo… Los coches pasaban raudos.
Los
árboles ya estaban sin hojas. El otoño avanzado y el invierno que llamaba a la puerta los había dejado con los
esqueletos de las ramas desnudas. Los árboles competían, sin conseguirlo, en
altura con las fachadas que siempre les
ganaban. Los árboles querían alcanzar el cielo o al menos eso parecía desde los
ojos de quien los miraba, a pie de calle, con los alcorques vacíos y cubiertos
por una capa de una materia gris y compacta.
En la
acera se cruzó con una chica. La chica era morena. Un abrigo largo hasta media
pierna un poco por debajo de la rodilla, de color beige, la protegía del frío en aquella umbría en la
que nunca entraba el sol en los meses de invierno. Un cinturón lo ajustaba a la
cintura. El frío penetraba hasta los huesos.
La chica se cubría la cabeza con una gorra que tenía una pequeña visera.
El pelo negro, largo, lacio se le quedaba parado en la solapa el abrigo. Le
hacia un reborde, que al alzar el cuello le daba una cierta gracia.
La
chica llevaba una mano metida en el bolsillo izquierdo del abrigo. En la otra,
- un guante de cuero, suave, liso la protegía
- llevaba un maletín de piel. Caminaba con paso firme, seguro. Iba a alguna parte...
(Continuará…)
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