sábado, 5 de abril de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. El Greco


                                      
Se cumplen cuatrocientos años de su muerte. Toledo ha preparado una magna exposición. Llega gente de todos sitios. Hay quien  ha descubierto a El Greco muchos años después de su muerte. De hecho, casi hasta el XIX, algunos llamados expertos (¿) lo ignoraron. Ya ven, pasan esas cosas.

De Creta levantó el vuelo. Pasó por Venecia. De Tiziano, Tintorerto y Veronés se trajo la técnica; de la ciudad, el misterio que flota por el aire; de su tierra el encantamiento de todo lo bizantino, o sea, el arte.

Don Gregorio Marañón que lo estudió a fondo dijo de él  que sólo Toledo le dio lo que no pudo traer de ningún otro sito: el ensamblamiento entre el hombre y el paisaje hasta el punto que El Greco no habría sido El Greco de haber vivido en cualquier otra ciudad,  que no hubiese sido Toledo.

Afloran análisis, relaciones y catálogos de su obra, apuntes de la biografía, aseveraciones, dimes e inventos. Se atiborran las librerías con publicaciones eruditas. Como en la viña –aquí, también- se cría de todo.

Hay puntos claves en la vida de El Greco: Toledo (por supuesto) doña Jeromina de la Cuevas con quien no se casa y es madre del único hijo que se le reconoce, Jorge Manuel, Fray Hortensio de Paravicino, su amigo íntimo, y los locos del Hospital de Afuera a los que retrata en las colecciones de apóstoles.

Estos días se analizan todos sus cuadros con la minuciosidad de la lupa. Desde el Expolio a la Dama de Armiño, su biblioteca, los pocos enseres que se trasmitieron en el inventario de su testamento donde, entre otras cosas, se ve, que  vivía solo, en opinión del doctor Marañón, porque no había vestigios femeninos…

Pero queda una cosa clara. Ningún pintor ha superado ni ha conseguido un colorido como lo consiguió Domenico Theotokópoulos, El Greco, que nació en Candía (Creta) en 1541, y murió, en Toledo, tal día como mañana, lunes, 7 de abril, pero de 1614.

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