Es pequeño, recóndito, recoleto, íntimo y umbroso; aprovecha
el espacio. No envidia a los Cármenes
granadinos ni a los patios de Córdoba. Todo es exuberancia y color. Se adentra por los ojos y es una llamada para
los sentidos que, a finales de abril, tienen tantos reclamos que no saben a
dónde acudir.
Me dice - mi amigo - que tengo que ir a ver sus “azucenas”. Voy. Mi
amigo tiene unas macetas de azucenas que aún no han florecido. Los brotes piden
‘sólo’ unos días de paciencia y, entonces serán olor y pureza; llamada y esencia;
mayo que se sale a la calle y revienta de perfume.
Pero lo que mi amigo tiene preciosas son las macetas de
amaryllis… rojas de terciopelo. Como campanas que llaman, desde la lejanía, a
la sensibilidad; como campanas que tocan a rebato en el fuego del amor perdido en cualquier
esquina; como campanas que orientan a las abejas que cruzan los cielos azules y
limpios.
No piden, todavía, los racimos de la parra, (porque el patio
se sombrea con una parra) altar de procesión de Corpus Christi. Apuntan con
uvas prietas y diminutas por entre los pámpanos tiernos y se dejan ver como la
niña que se hermosea cuando la edad pide a gritos que la miren. Son uvas que,
mañana, con el sol de primavera, se acopiarán de néctar, tanto, que será Sangre
de Cristo.
Tiene el patio de mi amigo rosales blancos y amarillos, y
parterres con pensamientos, y hortensias, y gitanillas y, un limonero, como el
que florecía en el patio sevillano que marcó los recuerdos de don Antonio
Machado y, paz, mucha paz…
Los nietos de mi amigo juegan, ajenos a todo, en el patio de
su abuelo. Algún día podrán escribir, también, y contarán como, al caer la
tarde, unos microfiltros dejaban que bajase una nube de vapor de agua… y todo el patio era algo de ensueño.
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