La calzada de la calle – reverbera la luz en las fachadas –
limita al norte con el cielo azul; al este con el alero de un tejado; al oeste
– no muestra el oeste, pero seguro que es con la fantasía y el ensueño-; al sur, con los almendros nevados en lo crudo del invierno
y el castillo…. Las Torres donde durmieron tantos sueños.
Macetas de geranios bordean los filos: azules, amarillas,
verdes, rojas… La mujer enlutada no mira a nada ni a nadie. Va a los suyo. Va
de sus soledades a su tiempo. La pleita fue parte del ‘pan nuestro de cada día’.
El jornal escaso ni llegaba ni daba para más. Las mujeres - siempre las mujeres
- imprescindibles.
Se escalonan las calzadas. Se apoya una en la otra. Como se
apoyan los años, como se sobreponen los días.
Modesto el cableado del tendido eléctrico; soberbio el paisaje. El cielo
limpio, el verdor del Pecho de las Torres, la generosidad blanca de tanta cal –
cal de calera...
Tejados de dos aguas; tejas moriscas, perfectamente,
ensambladas; en las fachadas, la puerta de la casa, y una, o dos ventanas. No
había para más. Pequeñas, sin exceso, sin rejería ni balconada; con mucho misterio dentro, tanto que a uno –
de niño lo asustaban con ‘Marquita la del
diablo’ - se le antoja que por alguna de ellas podría aparecer en cualquier
momento la niña aquella…
Pinceladas de primor. No es una calle cualquiera. Todo en
ella es suelo y cielo… Van y vienen, suben o bajan – da lo mismo-. Por allí, un
día, se perdieron, los recuerdos…
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