El termómetro marcaba, esta tarde, veinticuatro grados. Corría
una brisa suave; se iba la tarde. Un poco entelerañado el cielo y el sol de
última hora - tibio, dulce…- sobre la
caliza de El Torcal; En las lomas, los trigos ya espigados esperan la llegada
de la noche.
Se hacen polvo los chamarines; pasa una pareja de jilgueros,
semáforo intermitente de colores en el cielo azul, con su vuelo a impulsos. En
los cables del teléfono hacen parada, ¿la fonda? La fonda la tienen entre las
ramas del granado de la esquina del gallinero… Pían los gorriones en el alero
del tejado.
Las lavanderas de todos los años, bajo el puente de la vía
del tren, se las andan con sus vuelos cortos y precisos, como sin miedo, como
conociendo a los vecinos de siempre. Ponen una nota de oro viejo y verde en el
arroyo seco.
Ya están, también, por aquí las golondrinas de vuelo rasante
y rápido. Y los vencejos con nido de barro y misterio, y el cuco que canta en
la Cuesta del Convento y las tórtolas - ‘las del terreno’ - en la alameda de
Hoyo del Conde. Abubillas, verderones, carboneros, mirlos en los vallados…
Faltaba ‘ná y menos’ para
llegar a América. Fray Bartolomé de las Casas lo recoge en su cuaderno de
bitácora: “toda la noche se oyeron pasar pájaros”. Años después -1981-
Caballero Bonald publicó una obra con el mismo título. No tiene nada ver mi
sensación de esta tarde con la temática de la obra.
Sentado, al borde del camino y, quieto, muy quieto, me he
puesto a escuchar el silencio. No era posible. Escuchaba algo más maravilloso
aún. Era la sinfonía de pájaros que despedían la tarde; era el sol, dorando las
cumbres, era sólo y ¡nada menos¡ que una parte de la vida.
Gracias Pepe.
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