Tenía el perol dos asas macizas para asirlo
con seguridad, un interior reluciente limpiado a base de estropajo, nerisca y
limón y las abolladuras que da el paso del tiempo. Sobre un rescoldo de leña
que ya no tenía llamas, unas trébedes le daban soporte. Y, mientras, el gachero
de caña daba vueltas y vueltas, para tener el almíbar a punto.
Goloso
el niño, siempre se quemaba porque para ver si el azúcar estaba a punto se
hacía que chorrease, como un oro líquido y limpio. Naturalmente, antes había
que esperar a que se enfriase algo, pero la espera no tenía hartura…
Sobre el
perol, con cuidado, se vaciaba aquella masa de membrillos cocidos previamente,
en una olla de porcelana, y tapados con un trapo blanco que no dejaba pasar el
vapor de la cocción. El pasapuré lo hacía pasta y al perol…
Por el
cielo azul del corral, porque la candela se hacía en el corral, se columbraban
las nubes algodonosas y blancas; en el caballete, distantes, pero tendidos para
evitar cansancio, los gatos veían toda la operación.
Poca
pesca para los gatos en eso de hacer carne de membrillo pero como los gatos son
tan curiosos como los niños… No querían perder puntada. Tienen los pueblos sus
calendarios propios: cuando el otoño baja a tierra los pámpanos de la parra, a
modo de hojas atabacadas, se hace la carne de membrillo y las empanadillas
rellenas de polvo de batata o de cabello de ángel.
Y
vendrán, después, -antes de que lleguen los dulces de Navidad- pestiños y
castañas asadas, y pasas en aguardiente, y calabazate y mermeladas con las
últimas ciruelas y, el recuerdo de un tiempo que fue pero que ya no es.
Es
tiempo de recogerse temprano, de ver cómo se vienen los pájaros de los secanos
buscando cobijo en las ramas más bajeras de los árboles y de pensar –aunque
este año no lo haya sido- que son noches de humedad y aire que mea las ramas y…
de carne de membrillo.
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