viernes, 25 de octubre de 2013

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Carne de membrillo



 Tenía el perol dos asas macizas para asirlo con seguridad, un interior reluciente limpiado a base de estropajo, nerisca y limón y las abolladuras que da el paso del tiempo. Sobre un rescoldo de leña que ya no tenía llamas, unas trébedes le daban soporte. Y, mientras, el gachero de caña daba vueltas y vueltas, para tener el almíbar a punto.

Goloso el niño, siempre se quemaba porque para ver si el azúcar estaba a punto se hacía que chorrease, como un oro líquido y limpio. Naturalmente, antes había que esperar a que se enfriase algo, pero la espera no tenía hartura…

Sobre el perol, con cuidado, se vaciaba aquella masa de membrillos cocidos previamente, en una olla de porcelana, y tapados con un trapo blanco que no dejaba pasar el vapor de la cocción. El pasapuré lo hacía pasta y al perol…

Por el cielo azul del corral, porque la candela se hacía en el corral, se columbraban las nubes algodonosas y blancas; en el caballete, distantes, pero tendidos para evitar cansancio, los gatos veían toda la operación.
Poca pesca para los gatos en eso de hacer carne de membrillo pero como los gatos son tan curiosos como los niños… No querían perder puntada. Tienen los pueblos sus calendarios propios: cuando el otoño baja a tierra los pámpanos de la parra, a modo de hojas atabacadas, se hace la carne de membrillo y las empanadillas rellenas de polvo de batata o de cabello de ángel.

Y vendrán, después, -antes de que lleguen los dulces de Navidad- pestiños y castañas asadas, y pasas en aguardiente, y calabazate y mermeladas con las últimas ciruelas y, el recuerdo de un tiempo que fue pero que ya no es.


Es tiempo de recogerse temprano, de ver cómo se vienen los pájaros de los secanos buscando cobijo en las ramas más bajeras de los árboles y de pensar –aunque este año no lo haya sido- que son noches de humedad y aire que mea las ramas y… de carne de membrillo.

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