Corría, entre la gente sencilla del campo, la leyenda que si
de noche aullaban los perros la muerte no andaba lejos. Rondaba por allí. La
mañana que murió Pedro, ‘el Cojo’, en la Cuesta del Cerro del Búho, entre los
vecinos, con las primeras luces, comentaron: ¡qué noche han dado los perros!
Cuando subió ‘el pescaero’ –pasó raudo, como siempre- vino
Frasquito Martos y, entre dientes, le dijo al abuelo del niño: ‘el pobre Pedro
ya terminó’. El niño que jugaba con un carrito hecho por dos naranjas amargas y
una caña larga supo que aquella noticia cambiaría ya toda la marcha de día…
La abuela del niño le dijo a Inés que pusiera un puchero
grande y, le dieron voces a Pepe Navarro que araba, al otro lado de la vía, para
que desunciera la yunta y se trajese los mulos a la cuadra. Cuando se iba un
vecino, en el campo, todo se suspendía.
El niño se hizo grande y vio en una película que en la
estepa rusa - en la realidad decían que eran los campos nevados de Soria - Zhivago
escribía a la luz de una vela. Lara –todos tenemos nuestra Lara - dormía
envuelta y arropada con abrigos de pieles; en la lejanía, aullaba un lobo.
Lara sintió miedo. Acudió a acurrucarse con Zhivago. La
tranquilizó, abrió la puerta, hizo aspavientos con las manos y ahuyentó el
lobo. La noche antes de la muerte de Pedro, el Cojo, nadie salió a espantar a
la muerte que se vino a la choza donde vivía aquel hombre, que era pobre, muy
pobre y que tenía una pierna de palo.
“Llévate los perros. Bien distantes… Donde tú veas… Le dice
doña María, al jardinero la noche que la tuberculosis viene por su niña. Es la
gándara en la Galicia profunda. Lo contaba Wenceslao Fernández Flórez en
‘Volvoreta’ ¿Quién ahuyenta esta manada de perros aulladores que arrasa las
tierras de España? Ya tarda en venir, ya tarda.
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