miércoles, 1 de junio de 2022

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Ella



1 de junio, miércoles. Era morena, ojos grandes, nariz aguileña, la barbilla pronunciada y estatura proporcionada con su peso si bien, los hombros, un poco hacia adelante. Al andar daba la sensación de ir algo inclinada. Siempre hablaba de la grandeza de sus antepasados y en cuanto tenía ocasión, lanzaba que en su casa se tomaba el té con pastas cada tarde, a las cinco.

No se le conocía otra formación por encima de la ofrecida en la

Escuela Graduada.  Hablaba de cine y de actores que, naturalmente, conocía por las revistas o por las películas. Claro, no lo había dicho antes, ella vivía en Madrid y venía a pasar los veranos en casa de su abuela. Era algo así como esas divas que se saben que existen, pero que siempre están en lo imposible.

Contaba que iba a los estrenos en los cines de la Avenida de José Antonio y Callao. En el pueblo nos contentábamos con lo que proyectaban - a veces, buenas películas -, en ‘nuestro’ único cine. Todo era una sucesión de casualidades. Los rollos bajaban en el correo hacia la capital, donde las tenían programadas para la semana siguiente. Por un ‘apaño’ entre el encargado del correo y el dueño del cine, los rollos se descargaban en el pueblo y al día siguiente, en el tren de la misma hora, continuaban hacia la capital y así en ocasiones, en el pueblo, se ‘estrenaban’ antes.

Ella, un día en el paseo cuando se va la tarde y viene la noche, nos dijo que Larks Ekborg tenía un mechón de pelo caído sobre la frente. Yo le respondí que Harriet Andersson tenía un deje de tristeza y Adrienne Servantie los ojos muy grandes… (Yo no tenía ni pajolera idea de quienes eran pero lo había leído en un Sábado Gráfico, un día cuando regresaba de la Escuela de Magisterio, en el ferrobús, y aquello fardaba mucho)

La verdad que a nosotros nos llamaban más la atención Sofía Loren, Claudia Cardinale y Sarita Montiel, que según decían los mayores, tenía los mejores pechos que pueden aparecer en una pantalla. Después todos pasábamos por el confesionario.

Un verano ya no vino, ni tampoco los otros veranos. Alguien dijo que se había casado con un marino, profesor en la Escuela Naval de Marín, en Pontevedra. Unos años después regresó a casa de su tío – su abuela ya había muerto -  con su marido que era un señor delgado, con cara de agradar cuando nos lo presentó, pero ya no era ella. ¡Cosa que pasan!

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