viernes, 30 de abril de 2021

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. El pan de cada día

 

 


La mañana se despertó soleada y luminosa. Era la luz de primavera de la mano del sol recién salido por detrás de las Lomas de Cucú, a la izquierda, conforme se mira desde frente, del Cerro de la Farola. El chaparrón de la noche anterior había dejado la atmósfera limpia, impoluta.

Un claxon lejano anunciaba a las vecinas (los hombres a esa hora están en sus tareas del campo) la presencia de la panadera. La panadera es una muchacha joven, con una sonrisa y un saludo siempre de regalo que reparte el pan por las casas. Algunas vecinas ponen una cesta o una bolsa colgada en los hierros de la parra y entonces, la chica mira la nota que suelen dejarle dentro y les sirve la mercancía.

Detrás, de la panadera, pero más tarde, cuando la mañana comienza a cambiar de luz, pasa el hombre del pescado. El hombre del pescado no viene todos los días, sino que lo hace en días alternos. Tiene una furgoneta sin ventanillas, o sea, cerrada herméticamente y refrigerada para conservarlo mejor.

El hombre del congelado solo pasa una vez a la semana. Se le puede hacer el pedido con antelación pero algunas veces… Justifica el ‘olvido’ y dice que de eso no había existencias en el almacén. Las vecinas saben que no es cierto. Podrían haber ocurrir dos cosas o que lo ha vendido en alguna casa por la que pasó con anterioridad o que, simplemente, no se había acordado.

Aquella casa era como casi todas las casas de la comarca. Tenía un gallinero donde un cacareo alborotado anunciaba que había huevos frescos en el ponedero; un tenderete de alambre donde la mujer colgaba las sábanas y los días de viento eran banderas blancas que pregonaban, desde la lejanía, una paz diferente; un pozo junto al arroyo donde abrevaban las caballerías de los hombres que iban de paso; un perro que dormitaba casi siempre en las sombras y unos gatos que se las andaban por los caballetes del corral…

Las palomas entraban al palomar por oquedades pequeñas abiertas en los laterales de la casa. Las noches calurosas las palomas no entraban al palomar y se quedaban en la mediana del tejado.

Allí nunca pasaba nada, salvo en las noches de verano, que el jazmín de la esquina lo perfumaba todo y las cosas insignificantes del pan de cada día.

 

 

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