La mañana se despertó soleada y
luminosa. Era la luz de primavera de la mano del sol recién salido por detrás
de las Lomas de Cucú, a la izquierda, conforme se mira desde frente, del Cerro
de la Farola. El chaparrón de la noche anterior había dejado la atmósfera
limpia, impoluta.
Un claxon lejano anunciaba a las
vecinas (los hombres a esa hora están en sus tareas del campo) la presencia de
la panadera. La panadera es una muchacha joven, con una sonrisa y un saludo
siempre de regalo que reparte el pan por las casas. Algunas vecinas ponen una
cesta o una bolsa colgada en los hierros de la parra y entonces, la chica mira
la nota que suelen dejarle dentro y les sirve la mercancía.
Detrás, de la panadera, pero más
tarde, cuando la mañana comienza a cambiar de luz, pasa el hombre del pescado.
El hombre del pescado no viene todos los días, sino que lo hace en días
alternos. Tiene una furgoneta sin ventanillas, o sea, cerrada herméticamente y
refrigerada para conservarlo mejor.
El hombre del congelado solo pasa
una vez a la semana. Se le puede hacer el pedido con antelación pero algunas
veces… Justifica el ‘olvido’ y dice que de eso no había existencias en el
almacén. Las vecinas saben que no es cierto. Podrían haber ocurrir dos cosas o
que lo ha vendido en alguna casa por la que pasó con anterioridad o que,
simplemente, no se había acordado.
Aquella casa era como casi todas
las casas de la comarca. Tenía un gallinero donde un cacareo alborotado
anunciaba que había huevos frescos en el ponedero; un tenderete de alambre
donde la mujer colgaba las sábanas y los días de viento eran banderas blancas
que pregonaban, desde la lejanía, una paz diferente; un pozo junto al arroyo
donde abrevaban las caballerías de los hombres que iban de paso; un perro que
dormitaba casi siempre en las sombras y unos gatos que se las andaban por los
caballetes del corral…
Las palomas entraban al palomar
por oquedades pequeñas abiertas en los laterales de la casa. Las noches
calurosas las palomas no entraban al palomar y se quedaban en la mediana del
tejado.
Allí nunca pasaba nada, salvo en
las noches de verano, que el jazmín de la esquina lo perfumaba todo y las cosas
insignificantes del pan de cada día.
No hay comentarios:
Publicar un comentario