La mañana estaba metida en agua;
invitaba a la lectura, a estar al otro lado de la ventana. Un manto de nubes,
cúmulos-cirros, cubría el cielo. Las cumbres de la sierra, envueltas en niebla.
A ratos llovía. Eran chaparrones
fuertes, intempestivos. Entre chaparrones y aguaceros salía el sol. Entonces, sin saber
cómo, aparecía el canto de algunos pájaros que habían estado resguardados entre
la frondosidad de la huerta y que, de pronto, estaban ahí.
Fermín Adame, la noche anterior,
me había enviado un libro, en PDF, para que lo reenviase a un amigo, Me enseñaste Señor, el tesoro de los pobres.
Recoge la obra de un hombre nonagenario hoy, pero ayer alguien a quien la Luz
había derribado en el camino – lo dice él – del caballo. El autor, Manuel
Martín de Vargas. Narra según se recoge en el prólogo sus experiencias en el
Perú. Entonces fue algo manuscrito…
Cuenta, que cuando comenzó lo tituló:
¡Rostros de hombre…Rastros de Dios!
(La cosa promete). Habla, de un mundo lejano del que cuesta creer que sea real,
pero lo es. La necesidad de justicia muestra la obra del hombre solidario… En
Encinasola, años después, muestra su ironía, su amabilidad, una generosidad
interminable y algo muy importante, en ocasiones olvidado, “conoce a todos”.
Con 27 años expone: “caí del
caballo de mi vida, en el que yo cabalgaba tan seguro…” Después viene el giro y
lo cuenta. Habla en un rosario de capítulos de las experiencias de un cura
obrero, de la vida en América, del devenir por puntos inesperados en eso que
llamamos vida y que pasa inexorablemente, sin que nos demos cuenta, mientras nosotros
a lo mejor, desde detrás de una reja, vemos como cae la lluvia.
Pasó por Salamanca, conoció las
inquietudes del sindicalismo obrero en el barrio, en la mina o en la fábrica.
Cuando vio que en otros lugares había otros más pobres, dio el salto a la Diócesis
de Chimbote, en Perú. Hizo vida del
conocimiento del evangelio No sé por qué se me viene al recuerdo Cirios amarillos por París de Bruce
Marsall (¡qué lejos quedan algunas cosas!
A mitad de una mañana tormentosa
de primavera, además, de la luz del sol que alumbra cada día, ha aparecido otra
luz, la de un hombre, que irradia otra cosa, a lo mejor a eso se le puede llamar
luz de Dios. No lo sé. Sí, sé que es una luz enriquecedora, diferente.
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