Escucho en la radio que un
grupo de chicas de Madrid – todas muy jóvenes – acuden con cierta periodicidad
a uno los poblados míseros (por llamarlo
de alguna manera) de las afueras de la capital para compartir con ellos su
tiempo. Les dan compañía a viejos a los que mucha gente, incluido los suyos, ha
olvidado.
Dan noticia que en las puertas
de los grandes supermercados voluntarios han puesto unas cajas para recoger
comida. Así como suena. Comida para gente que la necesita. Los voluntarios dan
su tiempo; el público que acude a comprar deja algo para los demás.
Hay monjas, concretamente en
Sevilla, que piden mantas para personas mayores que lo están pasando mal. De
esas monjas – de los abandonados, aún menos - se acuerda muy poca gente. A veces
hasta se permiten el gustazo de vilipendiarlas. ¡Si no fuera por ellas!
Están llenos los comedores
sociales. Desdicen las estadísticas que hablan de una mejora de la economía. Se
ve que el tren de ellos, como aquellos viejos trenes de otros tiempos acumulan
un retraso continuado y tarda una barbaridad a la estación donde ellos están a
la esperas.
Caritas, Cruz Roja, ONGs, gente
anónima… Se vuelcan en ayuda a los demás. Gente buena, muy buena gente que lo
hace por cantidad de motivos. Da lo mismo. Su generosidad y ayuda puede más que
cualquier consideración.
Hoy hemos celebrado cuarenta
años de la Constitución. No les voy a dar la paliza. Ya han debido escuchar
demasiado. Una pregunta inocente. ¿Han escuchado a muchos de los que hoy ha
sacado pecho clamar por ‘reformar’ la situación de la gente que lo está pasando
mal?. Ojo, que no es caridad lo que esa
gente pide. Demanda otra cosa. Se le llama Justicia. No es fácil la solución.
Pedigüeños en los canceles y en
las puertas de las iglesias, pobres en
las esquinas y en las aceras de las calles junto a comercios de lujo, música
estridente y luz. Esos también lo necesitan. Pero a los hombres bien vestidos y
que sienten rubor… ¿Quién les ayuda a solucionar el problema?
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