lunes, 3 de diciembre de 2018

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Salvador




Salvador era un niño enjuto,  de poca estatura.  Rubio y ojos vivos y  una fuerza que iba más lejos de la propia mirada.  En la fila, siempre  de los primeros por aquello de que los más altos ocupaban los lugares más traseros. Salvador era un niño avispado. Estudiaba Letras y terminó en Ciencias – Ingeniería Naval- para hacer valer una mente privilegiada que los que se van por Ciencias parece que tienen más analítica.

Hacía algo así como cincuenta y tres años  - día más o día menos – que nos habíamos separado. Hubo un tiempo en que los granos de la espiga se fueron desgranando y sirvieron de semillas en otras tierras. Algunas tan lejanas como esa punta del mapa que se llama El Ferrol  – por cierto no sé si las aguas que bañan sus costas son del Cantábrico o del Atlántico – pero para el caso da lo mismo.

Nos hemos reunido en torno a una mesa: Rafael, Bartolo, Fulgencio, Juan Jesús, Sebastián, Antonio, otro Antonio, y otro Rafael, y por supuesto, Salvador. Estaban, también, todas ellas, bueno todas,  no – Neri y Carmela, se os quiere – casi todas.

El reencuentro emotivo. Salvador se echó a llorar. En más de uno de los que aguardábamos afloraron eso que se llaman lágrimas. Ya ven, pobres diablos y diablos sentimentales. Todo era un pedir información. Salvador estaba ávido de saber. Oye ¿qué fue de…? Está en Marbella, ¿y…? no sabemos nada de él… ¿y? murió, y entonces, se cambiaban las caras.

Fulgencio deshilvanó la lista del curso y uno a uno… Todos recuerdos y anécdotas de aquellos días cuando la ilusión era tanta. ¿Y del profesor tal? que nos dio … (a mí me daba miedo, dice uno) y don… ¡Ufff! Y así una larga lista de gente que aprendía a andar por los caminos de la vida.

El sol doraba la punta del  obelisco de la Plaza de la Merced. Nos hicimos al mar de las calles. La gente iba y venía. Iba a lo suyo. Luces, bullicio, ruidos. Por dentro un rumiar de amistad. A eso le llaman recuerdos.




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