Salvador era un niño enjuto, de poca estatura. Rubio y ojos vivos y una fuerza que iba más lejos de la propia
mirada. En la fila, siempre de los primeros por aquello de que los más altos
ocupaban los lugares más traseros. Salvador era un niño avispado. Estudiaba
Letras y terminó en Ciencias – Ingeniería Naval- para hacer valer una mente privilegiada
que los que se van por Ciencias parece que tienen más analítica.
Hacía algo así como cincuenta y
tres años - día más o día menos – que nos
habíamos separado. Hubo un tiempo en que los granos de la espiga se fueron
desgranando y sirvieron de semillas en otras tierras. Algunas tan lejanas como
esa punta del mapa que se llama El Ferrol – por cierto no sé si las aguas que bañan sus
costas son del Cantábrico o del Atlántico – pero para el caso da lo mismo.
Nos hemos reunido en torno a
una mesa: Rafael, Bartolo, Fulgencio, Juan Jesús, Sebastián, Antonio, otro
Antonio, y otro Rafael, y por supuesto, Salvador. Estaban, también, todas
ellas, bueno todas, no – Neri y Carmela,
se os quiere – casi todas.
El reencuentro emotivo.
Salvador se echó a llorar. En más de uno de los que aguardábamos afloraron eso
que se llaman lágrimas. Ya ven, pobres diablos y diablos sentimentales. Todo
era un pedir información. Salvador estaba ávido de saber. Oye ¿qué fue de…?
Está en Marbella, ¿y…? no sabemos nada de él… ¿y? murió, y entonces, se
cambiaban las caras.
Fulgencio deshilvanó la lista
del curso y uno a uno… Todos recuerdos y anécdotas de aquellos días cuando la
ilusión era tanta. ¿Y del profesor tal? que nos dio … (a mí me daba miedo, dice
uno) y don… ¡Ufff! Y así una larga lista de gente que aprendía a andar por los
caminos de la vida.
El sol doraba la punta del obelisco de la Plaza de la Merced. Nos hicimos
al mar de las calles. La gente iba y venía. Iba a lo suyo. Luces, bullicio,
ruidos. Por dentro un rumiar de amistad. A eso le llaman recuerdos.
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