Muy temprano, cuando apuntaba
el lucero del alba sobre los Lagares, el
gañán echaba el pienso a los mulos. La
cuadra estaba caliente por el vaho húmedo desprendido por los animales. Fuera hacía frío de ese que
se levanta cuando viene el alba. De vez en cuando el piafar fuerte, una cabezada
y un fantasma agigantado en las sombras sobre la pared con la luz del candil,
un movimiento brusco de los mulos que saben cercana la hora de partida para la
besana.
El gañán esparcía la pastura.
La llevaba en una espuerta de esparto. Un
compuesto molido de maíz y cebada revuelto entre la paja. Los mulos separaban
las granzas y la buscaban con los belfos en el fondo del pesebre. Luego,
despacio los sacaba al corral. Una mataguilla ligera, un amarre a una estaca… Les ponía las colleras sobre el pescuezo y las
asía con una tomiza de pita fina. Las yuntas, después, trasponían entre las primeras luces del día
por camino adelante.
Cuando llegaban a la besana, el
gañán les colocaba el ubio sobre las colleras, lo sujetaba con unas coyundas
largas que llegaban hasta la mancera del arado, y allí, a modo de timón el
marcaría el rumbo y el ritmo. La reja en la tierra; las orejeras abriendo a
ambos lados la tierra. Esparcían el
revoltón que a veces llegaba hasta la garganta.
Crujía lento el arado. La voz
del gañán y una bandada de bisbitas que picoteaban
la tierra humeante. Buscaban bichillos.
Si había viento de ‘arriba’ - aquí
se le llama de esa manera al viento del norte - daba en la cara. Cortaba. La yunta abría lentamente abría el surco. Un muchacho, en ocasiones, detrás de
la yunta pespunteaba el surco pintando con un hilo de habas la tierra caliente…
Se hacía bueno el refrán: “Por
San Andrés ni a tu padre se las des, ni quince días antes, ni quince días
después”. Eran las obradas necesarias para dejar el grano al amparo de la madre
tierra. Era la siembra precisa para que, luego, en primavera, hubiese un
verdegueo de lomas y alcores.
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