martes, 18 de diciembre de 2018

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Roscos de puerta horno




El horno estaba dentro de la casa. Tenía una portezuela  pequeña como todos los hornos y una bóveda de ladrillos que cuando se caldeaba se ponían de color encarnado como el amor.

Cuando llegaba este tiempo se hacía un caldeo especial. Era el caldeo para los dulces de la Pascua. Roscos de vino y aguardiente, mantecados y polvorones  y,  sobre todo, los roscos que en casa de mi abuela se llamaban “roscos de puerta-horno” (Ya se sabe que en Andalucía tierra que da un premio Nobel de vez en cuando, somos especialistas en recortar el lenguaje).

Mi tía María era una mujer excepcional. Tenía apuntada la receta en unos papeles de color sepia amarillento. No la necesitaba pero echaba manos a la chuletilla y sabía la cantidad de manteca, de azúcar, de harina (¿la ‘carmita’?), que había que poner en el revoltón del lebrillo de barro cocido. Luego, el toque de canela, y con una pluma de gallina mi abuela echaba una firma a modo de garabato sobre el rosco que era algo así como la firma de autor con yema de huevo.

El horno se caldeaba con leña ligera de retama, aulagas y arbolinas. La casa olía a campo y a dulces calientes. El horno alcanzaba su punto y, entonces, en unas planchas de latón se introducían las glorias benditas con regocijo de los niños que en cuanto salía la primera hornada nos quemábamos porque la impaciencia no tenía espera.

Era la Navidad. Fuera, de noche, hacía frío. Un candelorio calentaba la casa.  Los niños abríamos los oídos a los cuentos de los mayores. Cada vez que labraban los perros sentíamos que le hacían frente a  los tíos mantequeros que iban por los caminos. Temíamos, también, que a los niños desobedientes, o sea nosotros, que se asomaban solos al pozo el diablo podía venir por la noche, cuando la casa estuviese a oscuras, y llevárselos arrastrados por los pies.

Con las luces del candil – en casa de mi abuela, en el campo, cuando yo era niño, no había luz eléctrica – las sombras se alargaban. Soniquetes de cencerras de cabras en el corral, piafar de las bestias…  El sueño de la noche olía a dulces caseros y a cariño.



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